Jueves ordinario: la ambición

Cuando era niño, mi papá me llevaba al béisbol al parque del Seguro Social, casi siempre a ver a los Diablos Rojos del México. En una de las tantas ocasiones que jugaban contra los Tigres, cuando Ramón Hernández fue sacado out después de un roletazo a la tercera base, mi papá se levantó emocionado (del coraje) y le gritó: “¡Te falta hambre Abulón!”. Recuerdo que en una jugada posterior, muy similar, un pelotero dominicano de los Tigres llegó safe a primera. “Ese sí tiene ambición”, me dijo -con las palmas de las manos hacia arriba y los dedos ligeramente doblados.

De acuerdo con el gran filósofo español José Ortega y Gasset, famoso por la profundidad de sus ideas y sobretodo por la claridad y sencillez con que las exponía, la humanidad se divide en dos tipos: en una minoría calificada y en la masa ordinaria. La primera, caracterizada por la exigencia que se impone a si misma, puede alcanzar grandes logros, pues sabe que puede y quiere aportar más. La segunda, mediocre por naturaleza y miope en sus capacidades, se conforma con lo que es: una boya a la deriva.

Pues bien, esta semana se ha inaugurado el casino más grande del mundo: “The Venetian Macao”, ubicado en la costa sur de China, en Macao. Isla que desde 1999 es una de las dos regiones administrativas especiales de este país (la otra es Hong Kong). La inversión en la construcción y equipamiento del hotel fue de 2 mil 400 millones de dólares y es parte de un conglomerado turístico y comercial que recibirá más de 10 mil millones de dólares en los próximos años. Se edificarán 14 hoteles más, un área comercial, un centro de convenciones y un pabellón polideportivo.

Es un hecho que China ha sabido capitalizar muy bien la inversión extranjera con reformas a su sistema político y económico. Ha logrado aprovechar la economía global e insertarse como uno de los principales jugadores. La apertura de este hotel (réplica del Venetian ubicado en Las Vegas) es sólo un ejemplo de lo que actualmente sucede en este país asiático. China ha registrado tasas de crecimiento en su PIB superiores al 10% por más de 5 años y está combatiendo de frente a la pobreza. Aunque sus políticos insisten en que su país es y seguirá siendo comunista, su política económica es congruente con las bondades del libre mercado. Tienen ambición y saben cómo canalizarla. Aunque su ideología milenaria pareciera ser antagonista al capitalismo occidental, han sido capaces de transformarse desde el centro de su sociedad.

También esta semana, Nicolás Sarkozy (presidente francés) ha propuesto la integración de un nuevo grupo de países, el Grupo de los Trece (G13) en reemplazo del actual G7 (integrado por las 7 naciones más industrializadas del mundo). Esto implicaría la inclusión de Brasil, India, China, Sudáfrica y México. Este nuevo grupo integraría además un consejo de seguridad de la ONU ampliado. Francia está apostando por un mayor equilibrio mundial y busca incluir a países que considera que tienen peso en el ámbito económico y también en el político. Seguramente Sarkozy considera que estos 5 países tienen gran ambición con una sociedad consciente de sus capacidades y unos políticos enfocados a la aportación de valor. ¿Será?

Immanuel Kant, filósofo alemán del siglo XVIII, señaló que el hombre necesita de un ideal para poder avanzar. El ideal supremo es Dios y siempre representará la máxima aspiración del ser humano. Como cabe esperar de un filósofo cristiano, las virtudes van adelante y los deseos mundanos en la retaguardia. La ambición (entendida como el hambre de riquezas y poder), por tanto, es un pecado. Aunque la aspiración basada en valores es perfectamente válida, de hecho es una virtud. Es decir, la ideología cristiana (cuando menos con este gran pensador) permite y de hecho motiva el desarrollo personal.

En México, por la manera de comportarnos como sociedad –vista desde afuera como un todo – proyectamos falta de ambición. Necesaria para generar más riqueza y dejar atrás el subdesarrollo. Visión miope al no ser capaces de generar acuerdos y aprovechar las condiciones actuales de un mundo global, donde las oportunidades están para quienes las aproveche. En contraste, si el enfoque (a la sociedad mexicana) es desde adentro, podría decirse que el exceso de ambición de algunos políticos, empresarios, burócratas y en general de todos los integrantes de la sociedad es la causa de nuestra situación precaria. ¿Cuál enfoque es el correcto? ¿Nos falta o nos sobra ambición?

Hay ríos de tinta respecto a la ambición. La Real Academia de la Lengua la define, por ejemplo, como el “Deseo ardiente de conseguir poder, riquezas, dignidades o fama.” Ya en su frase la califica como irracional: deseo ardiente. Nos insinúa que moralmente es inaceptable. Y así también la calificaron algunos personajes de la historia:
– Voltaire: “En el desprecio de la ambición se encuentra uno de los principios esenciales de la felicidad sobre la tierra.”
– Oscar Wilde: “La ambición es el último refugio de todo fracaso.”
– Napoleón: “La ambición jamás se detiene, ni siquiera en la cima de la grandeza.”

Lo que no se dice (o cuando menos no es claro para muchos) es que sin ambición –sin ese deseo ardiente– no hay ni habrá progreso. Hay que empezar por el principio y así habría que hacerlo consciente entre los mexicanos. Requerimos un impulso como país, desde el centro de la sociedad, que nos despierte para sentir en cuerpo y alma hambre de ser exitosos. De correr y llegar a tiempo a primera base; de ganar y de no sentirnos culpables por ello.

Es necesario sembrar un deseo de triunfo personal y también colectivo. Desarrollar el hábito de ganar y de sentirnos orgullosos por los éxitos propios y también de los ajenos. Programarnos mentalmente desde nuestra niñez para aspirar a una situación superior y saber que es una obligación perseguirla. Para mejorar en lo material (claro!), así como en lo físico, intelectual y espiritual. Con el inconformismo en la mano, tener la necesidad de superarnos como personas y -con este avance individual- empujar a nuestra sociedad a un nivel más alto. Incluso a los políticos y a los deportistas que tanto nos decepcionan y nos hacen sufrir.

Una vez que lleguemos al nivel donde la ambición sea excesiva -que desbordemos en lo individual y en lo colectivo una insaciabilidad por aprender más, por aportar ilimitadamente y por exigir en consecuencia más beneficios- tal vez sea tiempo de plantear el dilema moral que (en teoría) carga consigo este deseo ardiente. Tal vez en ese momento estemos en condiciones reales de discutirlo y de tratar de ponerle límite. Y aún así habría que cuestionarlo. Habremos muchos que defenderemos este derecho que por su condición natural de supervivencia humana se convierte en una obligación: en nuestra exigencia que nos impulsa a despertarnos todos los días.

Del estado de ánimo

Es sorprendente cómo el estado de ánimo influye en nuestros pensamientos, no digamos en nuestros sentimientos. Sin embargo, algunos seres humanos actuamos como si éste o no existiera o careciera de importancia.

El estado de ánimo concentra los factores de nuestra vida: los integra. Como un medidor de bienestar. Indica el estado emocional en el que nos encontramos en ese preciso instante. Combina sensaciones, sentimientos y pensamientos, asignando cierto peso a cada uno de ellos y arroja un resultado, como en una función de utilidad económica: 1902 útiles de felicidad ó 666 de infelicidad. Aunque la felicidad sea incuantificable, la existencia de una combinación que determina el resultado del estado de bienestar parece bastante cierta.

Esta combinación puede pensarse como una mezcla desordenada de experiencias y proyectos, que guarda la historia de nuestra vida y refleja -al mismo tiempo- lo que hemos sido y lo que somos en el instante; incluso lo que queremos ser o soñamos ser. Una perfecta y única combinación que logra conciliar el tiempo en una sola y efímera emoción, como la eternidad.

Sin embargo, algunos nos damos el lujo de ignorar nuestro estado emocional. De no mirar ese resultado y de no sospechar la influencia que éste tendrá sobre el siguiente instante. Como si la causalidad no existiera o como si pudiéramos o no quisiéramos influir sobre ella.

Es también bastante cierto que no podemos influir sobre todos los factores, incluso puede pensarse que no tengamos -en principio- el poder de hacerlo sobre los fundamentales y que creamos que las circunstancias nos sobrepasan. Pero también es cierto que quienes no lo intentan son cobardes o bastante estúpidos.

Es determinante intentar descubrir -con una introspección es suficiente- qué es lo que nos alienta y qué nos desmotiva, qué nos tranquliza y qué nos altera. Un ejercicio sencillo que nos permita identificar -cuando menos- cuál es el nuevo punto de partida. Para iniciar de nuevo y juguetear con la conciliación del tiempo, para sentirnos y dejarnos llevar -tal vez un tanto desbordados- hacia la plenitud, o cuando menos hacia una emoción efímera que me gusta llamar eternidad.

Febrero 6, 2002

Jueves ordinario: el diálogo

Los niños aprenden a lanzar antes que a caminar. Sin embargo, para atrapar (una pelota o un balón) pueden tardar años. Mi hijo de 5 años tiene gran habilidad para lanzar desde que tenía meses, pero apenas empieza a cachar mejor el balón: el fin de semana pasado pudo ya completar más pases que los que dejó caer.

Análogamente, los seres humanos aprendemos a hablar (y no me refiero a imitar el sonido, sino al acto de transmitir un mensaje) antes que a escuchar. Lo primero, así como lanzar, lo dominamos en los primeros años (incluso meses si consideramos que a través del llanto ya estamos enviando un mensaje). Pero para lo segundo pueden pasar años o incluso nunca dominar adecuadamente esta cualidad. La carencia generalizada de esta virtud es causa de uno de los principales reclamos de las relaciones humanas: “¡No me escuchas!” o “¡Déjame hablar!” que por cierto no es lo mismo.

Pues bien. Que el PRD no quiere dialogar con el Presidente de México. No al debate en el formato propuesto para el Informe Presidencial del 1° de septiembre de 2007. Ni siquiera están dispuestos a aprovechar la oportunidad que tanto reclamaron muchos años de querer y poder “decirle sus verdades”: hablarle. El mensaje que envían es muy claro: no quieren escuchar al Presidente. Lo que es además un acto previo (de negación por supuesto) de la habilidad que todavía no sabemos si tienen: si es que pueden escucharlo.

“Ni los veo ni los oigo”, fue una frase que acuñó el entonces Presidente Carlos Salinas de Gortari. Se refería precisamente a los perredistas. Él no quería escucharlos. Nunca supimos si hubiera podido hacerlo. Se fue el sexenio entre la estela del corporativismo, donde el PRI seguía siendo mayoría en las Cámaras. Es decir, no era necesario dialogar, negociar. En el año 2000 acabaron siete décadas de este estilo de hacer política: sin diálogo. Con el tlatoani sexenal revelando la luz.

¿Qué tan arraigada tenemos esta costumbre ideológica de ni siquiera querer escuchar? En la sociedad, por ejemplo, sin la política. ¿Cómo fluyen nuestros diálogos? Me parece que normalmente son turnos para hablar, más que una genuina comunicación. Escuchamos a veces (si es que nos conviene el tema) y de manera selectiva entre las personas. ¿A cuántas personas no descalificamos por prejuicio? Decimos que no (en la mente y hasta con la cabeza) sin siquiera dar la oportunidad de terminar la idea o la propuesta que está intentando esgrimir. Muchas veces sustituimos el turno de escuchar (cuando nuestro interlocutor habla) para ir construyendo nuestro próximo argumento.

Si tratamos de ir a los orígenes de esta deficiencia que tenemos tan bien desarrollada, podríamos revisar las materias de la escuela sobre el proceso de comunicación. Énfasis en escribir, también en leer (que es una forma de escuchar, pero que en el país el índice es de una población analfabeta funcional); también énfasis en el hablar (en público o en la natural relación uno a uno de preguntas y respuestas del profesor). ¡Pero escuchar! ¿Alguien recuerda una materia dedicada a escuchar? Salvo los diagramas del proceso de comunicación, no recuerdo haber tenido una asignatura donde nos dedicáramos a desarrollar cualidad tan necesaria: escuchar.

Menudo problema tenemos frente a nosotros como sociedad. Pues no leemos y tampoco escuchamos. Hemos truncado el proceso de comunicación. Principalmente porque no queremos. No queremos leer (la inmensa mayoría sabemos hacerlo) y tampoco queremos escuchar. Negamos por ¿ignorancia? el proceso de conocimiento hegeliano, donde la tesis debe enfrentarse a su antítesis para generar una síntesis. Imposible si no nos detenemos a conocer a profundidad en qué consiste la tesis (por un lado) y en qué la antítesis (por el otro).

Así, con esta gran deficiencia en la sociedad (que siempre será primero que la política) enfrentamos retos fundamentales, donde el requisito indispensable es que dialoguemos y nos pongamos de acuerdo. Pero será muy difícil lograr avanzar si ni siquiera estamos dispuestos a escucharnos ni a leernos. ¿Cuándo lograremos desarrollar esta virtud si no la practicamos?

En la oficina, manejamos –de broma y en serio también- una analogía en este sentido. Cuando alguien está muy necio con un punto de vista, incluso con justificaciones que no suman, le decimos simplemente: “Saca la manopla”. Pues la imagen de cachar la pelota que lanzo (o me lanzas), indica que me (te) has (he) escuchado. La armonía de dos personas lanzando uno y atrapando el otro contrasta con la del bateador que golpea violentamente el lanzamiento del emisor. Te escucho (te atrapo) o no te escucho: te bateo.

Las reformas económicas y de estado saldrán más por consensos políticos (donde se intercambian intereses tangibles de poder) que por un genuino convencimiento de que es lo mejor para el país. Mientras tanto, circo y más circo. De un lado y del otro. Y en la sociedad (o mas bien, desde la sociedad) dormidos. Hablando y vociferando. Sin escuchar y lamentablemente sin leer.

Días lluviosos (cuento)

Trataba de pisar lo menos posible el suelo. Los charcos se extendían por toda la calle y no alcanzaba a distinguir si su profundidad podría cubrir mis zapatos. El reflejo de las sombras de la noche podía mirarse en casi cada charco, y se distorsionaban las formas cuando las gotas caían.

Inconsciente, buscaba el cobijo de la pared de las casas. Sin lograr cubrirme, sentía cómo esa fina cortina de llovizna cortaba suavemente mi cara. Menos molesto de lo que hubiera creído. Al fondo de la calle estaba estacionado mi coche, donde las luces amarillas de los postes distorsionaban aún más el escenario.

Imaginé poder captar lo que en realidad sucedía: la calle (seca y brillante la mayor parte del tiempo) estaba siendo invadida cruelmente por la oscuridad y por el agua. Y las armas con que contaba para defenderse eran insuficientes: el alumbrado era aplastado por la intensidad de la noche y las alcantarillas de desagüe expulsaban sendos chorros de agua aparentemente interminables.

Al cruzar hacia el otro lado de la calle, me di cuenta que mi soledad había sido torpemente violada. Un borracho yacía sobre el cofre de mi coche; se balanceaba rítmicamente, bebiendo directamente de una botella de un cuarto de litro, seguramente de ese asqueroso brandy “Presidente”.

Casi advertí el hedor de ese hombre sucio y mojado. Su aliento debía ser una mezcla de cobre con el dulce y apestoso olor del líquido que ingería. Pero la lluvia escondía sus vicios, oprimía su hedor y el caballero no me pareció tan desagradable. Al percatarse que abría la puerta del coche, se levantó presuroso, escondiéndose en la noche y perdiéndose en un largo trago.

Titubeé un momento antes de sacarme el saco, y al voltear la mirada por la calle toda, pude distinguir cada gota que iba cayendo. Claramente percibí cómo la lluvia me brindaba un instante de intromisión en el vació de mi alma.

Septiembre de 1998

Gamos del CUM vs. Holy Cross (San Antonio, 1989)

“¿Te acuerdas que fuimos roommates?”, me preguntó Paolo Peláez cuando estaba empezando la comida del 4 de agosto de 2007. Se refería al viaje que hicimos en la pretemporada de 1989 a San Antonio, para jugar con el peligrosísimo equipo de Holy Cross, que además era de una categoría inferior. Valió la pena la experiencia de football, pero mucho más la personal y sobretodo la de ese grupo, integrado por personas tan diversas e incluso de generaciones diferentes. Algunos nunca habíamos jugado juntos, aunque nos conocíamos ya de varios años atrás.

Unas semanas antes del viaje, fui con Gabriel Mata a la embajada de Estados Unidos a sacar la visa. Llegamos como a las 4 de la madrugada. Lo más relevante fue que un pendejín nos dijo que se estaba tirando a Maribel Guardia (y mi buen amigo Gabriel sí se la creyó).

El día del juego, por la noche, en una fiesta que nos organizaron los amigos de Holy Cross, Carlos Gómez se metió en la tienda de conveniencia de una gasolinera que estaba a un par de calles y pagó sin pena 2 cartones de twenty-four de Coors. No importó que la edad permitida para vender alcohol fuera de 21 años. Me imagino que al vendedor le valió madres, pues el buen Beauty no pasaba ni a golpes por más de 18.

Por la mañana (ese día del juego), rompía una brisa fría la armonía de mi desvelada. Una noche antes, habíamos ido con nuestro anfitrión a casa de su hermano. Éste como de unos 25 años, tenía un Cadillac del año en la puerta y una mesa de billar con paño rojo en la cochera. No sé que se imaginó acerca de nosotros, porque tenía 2 hieleras llenas de cerveza: Bud Light. Tuvimos que beberlas, más por gusto que por otra cosa. Salimos un poco mareados, porque escuchamos música country a todo lo que daba su estéreo por más de cuatro horas.

En el mall, el mismo día del juego por la tarde, no sé porque razón fuimos casi todos con los jerseys (tal vez nos empujó el impulso de que eran nuevos y además habíamos apaleado a un equipo de la localidad). Fue un error, pues las 3 letras que orgullosamente portábamos en el pecho, hicieron reír a más de una persona. A mi me tocó que unas niñas incluso se me aventaran (no como hubiera querido), empujándome y ladrando no sé que reclamaciones. Por 3 letras que para ellos tienen un significado muy diferente: CUM.

Regresemos a la mañana del juego. Por alguna razón que nunca comprendí, mi buen y estimado colega Edgar Zapata jugaba mal (o regular, porque tal vez nunca lo hizo mal) el día que le tocaba jugar bien. Es decir, el día en que los dos sabíamos que él iba a ser el titular, que el juego parecía flojo y -por tanto- yo podía salir a buscar mi identidad una noche antes – en las calles y con pláticas largas y estimulantes. Pues bien, ese día tuve que entrar antes de lo esperado. Me costó trabajo superar mi impresión inicial de que el campo estaba inclinado hacia el sur. Sobretodo, porque la ofensiva iba hacia el norte.

De ida -en el avión- saltó un comentario por sobre los asientos que a esa edad parecía una motivación muy válida: “Nos los vamos a madrear y nos vamos a c… a sus hermanas”. Risas y más risas. ¿Quién fue el ocurrente? ¡Oh decepción, cuando estábamos en el gimnasio aquel de pueblito tejano! La primera aspiración la confirmamos al ver a nuestros oponentes, pero lo segundo, ¡caray!, ¿cuántas Bud-Ligthts íbamos a necesitar?

Nuestro anfitrión fue muy cálido, probablemente al igual que todos los demás. Güerito él, jugaba en la categoría de arriba (tal vez contra los que debimos jugar) y tenía una novia chicana. Ella, con un Camaro (no recuerdo el color), apenas tocaba el acelerador y salíamos disparados contra los asientos. Los primeros dos días fumé como chacuaco hasta quemar en 3 ocasiones las vestiduras. El último día, me prohibieron mi atrevimiento. Lo invité a México cuando estábamos cargando gasolina y le dije que se divertiría muchísimo con algunas amigas que teníamos en el equipo. ¿Qué rayos estaba pensando?, pues su novia además de triturarlo con la mirada, reclamó el sí inicial que me había dado.

Cuando llegamos al aeropuerto, había un grupo de papás echando porras y vi un cartelón con el marcador del juego: 61-6. “Qué raro”, pensé, “no cabe duda que el significado de las cosas es muy diferente para cada quien”.