Jueves ordinario: la mentira

 

El filósofo inglés Bertrand Russell utilizó el racionalismo para probar sus postulados acerca de la verdad. En un ambiente intelectual influenciado por el idealismo, Russel insistió en que existen hechos incontrovertibles y concretos que no pueden negarse. Un ejemplo muy ilustrativo de su obra “Ensayos Filosóficos” publicada en 1910 dice más o menos lo siguiente: Un asesino ha sido sentenciado a morir en el cadalso. La verdad incuestionable es que el sujeto está condenado a muerte. Cabría la duda de si es responsable de las acusaciones por las que se determinó su culpabilidad, pero no de que morirá en el cadalso. Russell fue matemático y su filosofía transcurrió de la mano del racionalismo. En su lucha contra el idealismo buscó clarificar las ideas importantes y eliminar las confusiones.

 

Pues bien. En nuestro país nos movemos por ideales, más que por el uso racional de nuestras capacidades. Alimentamos más las creencias, en lugar del pensamiento analítico; preferimos las revelaciones sobre las demostraciones; al líder mesiánico o al partido salvador sobre la mente clara o el rigor lógico. El orden divino, en lugar de la propuesta humana. Somos, en términos generales, uno niños ávidos de fantasías; crédulos de postulados absurdos; campo fértil para el engaño y la mentira.

 

Así, llevamos varios meses debatiendo sobre la reforma energética. Sumidos en creencias y supersticiones. Alimentando el antagonismo: enfrentando la revelación contra la razón; la afiliación contra la argumentación. Dividiéndonos en grupos irreconciliables. Señalándonos y acusándonos. Moviéndonos en un plano completamente irracional. Como tribus primitivas. La más reciente manifestación de esta conducta fue la consulta organizada por el Gobierno del DF. Más allá de su ejecución deficiente o de las preguntas amañadas, lo que resalta es la confrontación. Pareciera que el lema del grupo más radical del país es: “Tú eres el malo, yo el bueno; tú el entreguista, yo el patriota”. Así, alimentando el contraste y forzando la lucha entre la sociedad (la lucha de clases).

 

Russell señalaba que una demostración inequívoca de verdades concretas es la circulación de una moneda falsa, pues reconoce (en sentido negativo) a la moneda auténtica. Engaña y miente. Es falsa, pero dependiente de la verdadera.

 

Como lo sugerí hace un par de meses, no tengo duda de que se aprobará una reforma energética por parte del congreso. Sin embargo no será la que el país requiere. Será como aquellas monedas de oro de la antigüedad: que la Corona recogía con el pretexto de un nuevo sello real que eran devueltas adulteradas, con aleaciones diferentes al material dorado. El discurso antagónico del grupo radicalizado del país será la moneda falsa: hablando de una privatización que no existirá. Así, en los próximos meses tendremos circulando monedas adulteradas y monedas falsas. La mayoría de los ciudadanos sin réplica lógica, pero sí con afiliación idealista tomaremos la que mejor nos parezca. La adulterada (porque peor es nada) o la falsa (pues requerimos de una mentira que haga llevadera nuestra existencia). En ambos casos, confundidos y tomando por auténtico lo que sabemos que es falso.

 

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Notas al margen:

 

  1. Un concepto recurrente de mi buen amigo y mentor Rogelio Montes de Oca es que cada quien se dice sus propias mentiras, las que le gustan o le convienen.
  2. Haría bien nuestra clase política mexicana en darle una leída a la obra de Russell. Comparto la siguiente cita de su obra «The Case for Socialism» de 1935:

Por mi parte, mientras soy un socialista convencido tanto como el más ardiente marxista, no considero al Socialismo como un evangelio de venganza proletaria, ni siquiera, principalmente, como un medio de asegurar justicia económica. Lo considero principalmente como un ajuste a la máquina de producción requerido por consideraciones de sentido común, y calculadas para incrementar la felicidad, no sólo del proletariado, sino de todos excepto una minoría pequeña de la raza humana.
 

Jueves ordinario: el último verano

Lobos 1988

Lobos 1988. Alex Villafuerte con el balón en la mano, El Mad con su ombliguera al frente de la fila, Julián, Rafael, Víctor, “El Sombra”, Edson sin calcetas. Ese partido lo ganamos y no recuerdo el nombre del equipo contrario.

“¿Por qué tienes que ir a trabajar?”, me preguntó Bruno ayer por segundo día consecutivo cuando me estaba vistiendo. “¿Por qué tienes tan poquitos días de vacaciones? Yo tengo dos meses”, remató. Hicimos unos cálculos rápidos y en total tiene más de sesenta días de vacaciones (hábiles). Las mías, después de más de diez años en el Banco, suman veinticinco.

 

Recuerdo esos veranos que sí eran completos. Las clases terminaban a mediados de junio y regresábamos al colegio dos meses y medio después, en los primeros días de septiembre. Libertad pura. Ocio que se encimaba con más ocio. Se volvían locas nuestras mamás y tal vez por ello a unos nos enviaban a entrenar fútbol americano todos los días; a otros, a cursos de verano; y a otros más, con la tía que vivía fuera de la ciudad. “Para aprovechar las vacaciones y no andar de vagos”, señalaba cualquiera de esas mamás con cuando menos cuatro hijos.

 

La fotografía es del verano de 1988; entre quinto y sexto de prepa. Ya no teníamos edad para jugar en las categorías infantiles, por lo que -tratando de seguir perteneciendo a ese grandioso mundo- logramos que nos contrataran como los coaches del equipo más pequeño, con niños de ocho años. No sé que contrasta más con la actualidad, si las figuras esbeltas o la cantidad de cabello.

 

Conjuntamos a un equipo de 18 jugadores. Con los Lobos de Plateros, donde cuatro de nosotros empezamos a jugar nueve y diez años atrás. Los niños fueron desarrollando técnica, velocidad y sobretodo trabajo en equipo. Lo mismo que nos enseñó a esa misma edad un grupo similar de adolescentes.

 

Nuestra inexperiencia como coaches alcanzó uno de sus puntos más altos, cuando en el partido contra los Petroleros de Poza Rica, allá en esa plaza de Veracruz, perdimos en la última jugada. Hace unos días me lo recordaban amablemente Alex Villafuerte y Julián Vergara. Faltaban unos minutos para terminar el partido y empezamos a avanzar; íbamos perdiendo por seis puntos. Cuando llegamos a la yarda 21 (o eso creía yo), el arbitro me indicó que faltaban sólo 6 segundos en el reloj. Decidí mandar una jugada reversible: 3-3 reversible bola al 1. El QB realizó un estupendo engaño con el HB (Balú le apodaban) y en el momento que le entregaba el balón a Juan Pablo (ala abierta y el jugador más rápido del equipo) tropezaron, lo que provocó que hicieran down en la yarda 26 (o lo que creía yo que era la 26). Terminó el partido y de pronto empecé a recibir un par de reclamaciones un tanto álgidas: “¿Cómo mandas reversible a una yarda de la zona de anotación?”, me llovían las críticas. “¿Cuál yarda 1 si estábamos en la 20?”. “Pinche enano”, me dijo Edson (quien por cierto era el Head Coach y ese partido lo pasó en la tribuna porque lo habían expulsado el juego anterior), “en esta categoría la yarda 20 es la zona de anotación. Se recorta cabrón y ya lo sabías.”

 

Fue un trago amargo, pero el equipo mejoró después de ese partido. En gran parte, porque nosotros mejoramos como coaches. Llegamos a las semifinales, cuando la directiva inicialmente no daba ni un peso por nosotros. Por cierto, fuimos la única categoría que llegó a los play-offs. Ese día se lució nuestro QB y la recién ala cerrada que habíamos habilitado. Con una jugada que repetimos hasta el cansancio: 3-3 pase al ala cerrada, bola al down.

 

Después de los entrenamientos, jugábamos tochito o salíamos a tomar café al Vips de los Insurgentes. Una que otra vez a una fiesta (más una que otra) y hasta nos dimos el lujo de ser chambelanes de la hermana de uno de los coaches: “El Sombra” él, “La Sombra” ella. Fue el último verano que disfruté con tanta intensidad por tantos días seguidos. Para el siguiente año, ya estábamos entrando a la universidad, tomando cada quien el camino que le correspondía.

 

El Mad y su ombliquera, Victor Camacho, Alejandro, Rafael, Julian, “El Sombra” y el hermano de “Balú”. La vi hace un par de dias y no pude resistir compartirla.

El Mad y su ombliquera, Víctor Camacho, Rafael, Alejandro, Julían, “El Sombra” y el hermano de “Balú”. La vi hace un par de días y no pude resistir compartirla.

Jueves ordinario: los extraños

Hace un par de semanas leí «Los culpables» de Juan Villoro. Es un libro de cuentos con una prosa impecable. Cabe señalar que hace varios años leía sus artículos publicados en la revista «Letras Libres». Por cierto que la revista ya no la recibo desde hace casi un año. Mi suegro no renovó la suscripción después de cinco años y no sé la razón. Tal vez porque muchas veces utilicé argumentos que aparecían en ella para animar nuestras discusiones sobre política. ¡Ja!

Los cuentos de Villoro tienen sin duda una calidad literaria muy alta, sin embargo no me han inspirado mucho. Con su lectura, reafirmé esta idea que tengo desde hace muchos años sobre los intelectuales mexicanos: que no tienen nada que ver con el resto de la sociedad. De hecho, su estilo elitista, excluye, nos excluye. Escriben para ellos y sobre de ellos. Son sujeto y predicado. Lo sorprendente es que se sorprenden (quejándose) de que los mexicanos no leemos. Pues no. ¿Por qué voy a leer algo que no tiene que ver conmigo? Y además, pagar por él. Esta es la hipótesis: que los intelectuales mexicanos no escriben para los mexicanos.

Hace unos meses, Gabriel Zaid señalaba en uno de sus artículos dominicales del periódico Reforma que existe un problema de marketing en la distribución de los libros. Este intelectual mexicano, profundo conocedor de los mercados económicos, así como de los intereses políticos y sociales, invitaba a las casas editoriales y a los escritores a aprender a jugar bajo las reglas del mercado. Al final del día un libro es un producto más que es apreciado por los consumidores potenciales de la misma forma que un periódico o una revista. No porque se les baje el precio o incluso se regalen la población va a leerlos. La premisa de que no leemos, porque no nos alcanza el dinero es falsa. Basta con ver las decisiones de compra de la clase media para comprobar que la falta de lectura no es una cuestión de dinero.

Es un problema de demanda sí. No leemos por cultura o por deficiencias en el sistema educativo. Es correcto, pero también hay un problema de oferta. El producto que se está fabricando no cumple en lo general con las necesidades de los consumidores. Existimos lectores que optamos por ofertas diferentes a las mexicanas. El círculo de lectores que conozco (que no es de intelectuales) devora literatura extranjera. Desde novelas policíacas y ciencia ficción hasta novelas históricas y contemporáneas. Sin olvidar artículos y libros de negocios, sociología, psicología y filosofía. La inmensa mayoría no es de escritores mexicanos. Hace un par de días terminé de leer una novela de un irlandés de mi edad. Me sentí profundamente identificado sobre una historia de la segunda guerra mundial en Alemania. Me inspiró y me hizo reflexionar muchísimo. Se llama «El niño del pijama de rayas» y el autor es John Boyne.

Los dos los compré el mismo día en «El péndulo», en Santa Fe. Salí contento, porque encontré un par de libros estimulantes de entrada, aunque también un poco triste, pues la librería es muy limitada. Ayer estábamos en Barnes & Noble de Miami y el contraste es impresionante. Una sección de libros en español al centro tan grande como todo «El péndulo» y una sección de libros infantiles al final en la que puedes perderte y regocijarte de tanto clásico editado especialmente para niños. Claramente en Estados Unidos se ha encontrado un modelo de negocios exitoso, donde todos ganan: los escritores, las editoriales y sobretodo los lectores.

Por último y sobre el problema ideológico de los intelectuales mexicanos. Gran parte de esta estirpe elitista comulga con ideales socialistas. Lo que por si mismo genera un obstáculo estructural para diseñar y ejecutar un modelo de negocio exitoso en términos económicos. Pues los hilos conductores que imaginan nuestros intelectuales tienen que ver con sistema de productos y precios centralmente planificados, donde la lectura es una obligación, no un derecho que nace del libre albedrío de las personas. Son liberales en términos sociales, pero conservadores en términos económicos. Una sutil contradicción que sigue jalándonos hacia el pasado.

Jueves ordinario: el apego

 

“Mejor me quedo aquí con ustedes”, sugirió tímidamente Bruno hace un par de semanas. Un día antes de irse a Michigan con su abuela. Estábamos en la casa viendo una película. Disfrutando de la tarde del domingo; con palomitas y coca cola. “¿Por qué no van ustedes?”, inquirió después del silencio que le siguió al primer intento de cambio de planes de último minuto. Nada. Leves miradas entre su mamá y yo. Rápidas. Silencio. “¿Qué juegos del Wii te vas a llevar?”, le preguntó Paty y como por obra de magia cinco minutos después ya estaba hablando con su tía Marylin: “Everyone wants to see you Bruno. We can´t wait”, alcancé a escuchar mientras una sonrisa aparecía en el rostro de Bruno y un color rosado pintaba sus mejillas.

 

Mentiría si dijera que no lo hemos extrañado. Más su mamá, pues en 6 años no se habían separado bajo estas circunstancias: ella en la casa, en su rutina y él fuera del país, viajando. Al revés sí. Así no. El que menos entiende qué sucede es Rex, el boxer de diez meses que ha sido su compañero durante este año. No hay quien juegue con él tirado en el piso, riendo e invitándolo a luchar y dejarse lamer indiscriminadamente. Correr y saltar. No hay risas que se encimen con ladridos. Por ello, Rex se fue a un campo de entrenamiento. “Para que juegue con perritos de su edad”, como dijo Bruno al enterarse.

 

Cuando era niño algo similar sucedía. Algunos compañeros se iban a Alemania a visitar a sus familiares. Con sus papás o solos. Y cuando regresaban eran diferentes. Más maduros. Lo distinguía en su manera de comportarse. Algo debía haber en Alemania, pues llegaban no solo más altos sino con una seguridad que el año anterior era impensable. Me quedé con las ganas de esa aventura. La devaluación de 1976 y el letargo del sexenio de López Portillo impidieron que la clase media mexicana continuara con su nivel de vida. En nuestro caso familiar, la situación se dificultaba por ser cuatro hijos, con todo y nuestras colegiaturas.

 

He hablado un par de veces con Bruno. Rápido, pues sus preguntas van orientadas más a qué hago y qué se está perdiendo. Y aunque trato de desviar la atención a su experiencia por allá, su silencio me muestra que estoy contrariando su voluntad. Lo que hace allá es obvio para él, pero lo que pasa acá no lo está viendo ni viviendo. El problema de profundizar en lo mío es que siento un silencio aún más penetrante. Con una voz ahogada (reprimida por él mismo) de que ya quiere regresar. Se aguanta. Lo sé. Concientemente es capaz de extrañar y a la vez aguantarse para poder disfrutar.

 

Este caso me ha ayudado entender un poco lo que está sucediendo con el equipo que recientemente estoy integrando en la oficina. Profesionales que están entrando a un mundo que no conocían dentro del Banco, con temas y personas nuevas. Profesionales que aunque ya conocen este mundo, se enfrentan a nuevos retos, con temas que nunca habían manejado. Una leve cortina de resistencia se levanta todos los días en el módulo y todos los días nosotros mismos vamos quitándola al descubrir cómo vamos avanzando. Pero el añoro a tiempos pasados persiste; más en unos (pocos) y menos en la mayoría. Lo escucho en radiopasillo (que siempre comunica a quién está atento a escuchar lo que vale la pena) y lo veo también en los ojos de algunos compañeros. Estamos entusiasmados, sí, pero eso no quiere decir que no estemos al tanto de nuestros equipos anteriores. Venimos de cuando menos seis áreas distintas. La diversidad, por cierto, nos está fortaleciendo.

 

Ahora mismo estamos fuera de la ciudad. De vacaciones en Bonita Springs, Florida. A un par de horas en coche de Miami. En casa de mi cuñado, experimentando su vida en un poblado diseñado para el descanso. Paraíso pensado principalmente para retirados, aunque una universidad cercana salpica de juventud el ambiente. Apenas llevamos un día, pero de pasear en coche ayer por la tarde y hoy al correr en el club donde está la casa, salta a la vista (aún cerrando los ojos) que este tipo de vida es una excepción en el mundo. Lagos por todas partes. Naturales y artificiales. Frente a la casa. Alrededor de las casas. Dentro del mall, insertos en el estacionamiento. Y campos de golf por doquier. Privados y públicos. Para disfrutar la vida. Todavía no vamos a la playa, pero escuché decir a Paola (la esposa de Joel) que hay varias y una de ellas en Naples, con una puesta de sol increíble. Ya los compartiré.

 

Por último y tratando de darle algún sentido a este post. Hablamos con Bruno ayer por la tarde. Pidió hablar con cada uno de nosotros por partida doble. Sin dramas ni quejas. Solo para asegurarse que aunque está a miles de millas de distancia, formamos parte de lo mismo. Lo que me asombra es que tiene muy clara su experiencia. Algo le sugiere que esa experiencia va a ampliarle su visión. A cambiarlo de esa manera que yo veía en mis compañeros de primaria. Y algo nos dice a su mamá y a mí que cuando regrese no será el mismo. Por eso lo mandamos por cierto.

 

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Notas al margen:

 

1. También esperamos que Rex regrese con mejores hábitos. Aunque somos concientes de la frase que ayer compartía con nosotros mi cuñado. Que muchos entrenadores lo que hacen es rehabilitar perros y educar amos.

2. Este post está dedicado a Joel y a Paola que nos han recibido con gran calidez en su casa de Bonita Springs.

Jueves ordinario: la vuelta

«Está muy complicado», nos señaló el taxista cuando le preguntábamos cómo llegar a «Las Mañanitas». Nos fuimos a Cuernavaca sin verificar la dirección y ya casi metidos en la ciudad le marqué a mi mamá para preguntarle. Quien contestó fue mi papá y con mucho gusto me dio las indicaciones: sin referencias concretas ni nombres de calles. Así, llegamos a la Plaza Cuernavaca al bajar por la avenida Vicente Guerrero. «Se tiene que regresar» -continuó el taxista- «y buscar el centro».

La invitación de la boda señalaba a las trece horas como la hora de inicio de la ceremonia. Era la una y cuarto. Todavía no nos cambiábamos y no teníamos ni idea por donde irnos. Subimos de regreso hacia la autopista y en un semáforo unas calles más adelante, aventuramos nuevamente la pregunta. «Uy», exclamó la señora del coche de al lado, «tiene que regresarse… para el centro». Y avanzamos con el semáforo en verde. Dimos vuelta en u un par de calles adelante. Vamos para abajo. Esta vez, al encontrar una diagonal me metí a la derecha, siguiendo un letrero que indicaba que por ahí era hacia el centro. Calle interna paralela a la avenida principal que más adelante nos desembocó en ella nuevamente. Ni tan paralela. Plaza Cuernavaca otra vez. Por la izquierda mejor. Otra vez un taxista. «Oiga», le llamó mi esposa. Volteó sosteniendo un teléfono y solo alcanzó a sonreír. Bueno y subió el vidrio, como no queriendo y escondiendo la cabeza hacia el centro de su Tsuru. «No manches, gracias compadre».

Adelante, otro taxista. «¿Y si le decimos que nos lleve y lo seguimos?». Señaló que por arriba del puente. Por ese que cuando llegamos por primera vez a la plaza me intimidó, pues había que pasar por debajo. Ahora por arriba. Vamos. Otra calle y una ye. Y un anuncio señalando que «Las Mañanitas» estaban hacia la derecha. Vamos. Tres calles. Otro anuncio. «Pues vamos bien, ¿no?»

Hace años, cuando estábamos recién casados, fuimos a una boda en Toluca. Nos metimos al centro y -por costumbre, lo corroboré el sábado pasado- nos perdimos. Pero en esa ocasión no pregunté. Bien machito, inspeccioné una vez más el plano y aseguré que ya sabía en donde habíamos equivocado el camino. Una vuelta. Dos vueltas. Acelerón. Freno. Vuelta en u. Sonrisa. Mentada de madre. «Ahí es», te dije. Ni madres que es necesario preguntar. La gente te manda a donde se le da la gana. Porque no sabe y le da pena decir que no sabe o porque aunque sabe no sabe cómo dar las indicaciones. Pero eso fue hace unos ocho años. Cuando rondaba los veintes. Envalentonado y buscando mostrar mi hombría al llevarnos sanos y salvos a nuestro destino. Sin ayuda de nadie. Ni madres.

Esta vez íbamos bien preguntones y aunque una calle abajo vimos el letrero, quisimos asegurarnos con una joven que esperaba el camión. «Es para abajo», dijo firmemente. «No manches», dijo mi esposa, «ya ves que luego la gente piensa que vienes caminando. No se saben las calles». «¡No chingues!», apoyé su apreciación. Seguimos hacia arriba. La calle empezó a dar vuelta a la izquierda y -efectivamente- empezó a bajar. Vimos una iglesia. Y volvimos a orillarnos. Dos jóvenes y un niño. «Van bien: síganse derecho y luego llegan a una fuente. Ahí a la derecha y luego por la izquierda. Suben y luego por la izquierda», nos estaba explicando la primera joven, cuando la interrumpió la otra oven: «Por la derecha». Se voltearon a ver y empezaron a discutir amablemente. Casi no las escuchaba, pero veía sus ademanes los que demostraban que estaban hablando de alguna otra situación. Siguieron hablando unos minutos más, mientras mi esposa y yo nos mirábamos un tanto escépticos de la situación, hasta que al unísono dijeron: «A la derecha». Las siguientes indicaciones fueron un poco confusas. Sonreímos al arrancar la camioneta.

Al llegar al punto de las indicaciones confusas decidimos por la derecha. Una pequeña callecita, donde apenas cabe un coche y -claro- un diablito que iba empujando un empleado de alguna abarrotería cercana. «Dese la vuelta a la derecha y luego siga hasta después del semáforo». Así lo hicimos y nos apareció un policía. Nos indicó que por la izquierda, topar pared y otra vez a la izquierda. «Una calle de bajada y del lado derecho. No hay pierde». «Por fin, no manches. Y ahora en donde me cambio. Me pasé para atrás en lo que llegaba el del ballet. «¿Vienen a la boda o al restaurante?». Por la pregunta, evidentemente habíamos llegado al restaurante.

Mientras arrancamos, yo atrás, mi esposa al volante y me quitaba los jeans y los sustituía por unos pantalones de lino, regresamos a la fuente. Subimos otra vez, pero esta vez con tráfico. «¿A quién se le ocurre casarse en Cuernavaca? ¿Y justo a la una de la tarde?» Aunque ya eran las dos de la tarde, nos quedamos como trabados a la una. La callecita, a la derecha. «Párate y le pregunto a este compadre que está barriendo». Me miró como si fuera un loco y señaló el lado opuesto de la calle. Un letrero enorme del hotel anunciaba que ahí era. ¿Cómo no verlo? Y un portón imposible de no ver. Bueno hasta que empezaron a cruzarse unos camiones. Uno, dos tres, cuatro. Y al subirme al coche ya estaban bloqueando el paso para el otro lado. Esperando el semáforo que yacía en rojo. Brillante la luz, penetrante el ruido de sus motores y un par de carcajadas que animaron nuestro logro. Fuimos los últimos en llegar. No vi que alguien más llegara después. Cuando nos dirigíamos al jardín, vimos al papá de la novia y a la hermana. Nos saludaron amablemente y nos pidieron que pasáramos. Dos minutos después, empezó la ceremonia. A las dos y cuarto. Con un sol tan pesado como el paseo que nos dimos en Cuernavaca. Dando vuelta y vuelta. Mirando y escuchando cómo nos daban indicaciones incorrectas, incompletas, imprecisas, increíbles.

Pero tuvimos paciencia. Después de todo, salimos de la ciudad a dar la vuelta y es un hecho que estos morelenses nos ayudaron a que la vuelta se alargara lo más posible. Nos divertimos en la boda. Que por cierto fue gringa y mexicana. Ceremonia en inglés. Discursos en inglés. Religión anglicana. Pero a la hora del baile y de la tomada con el más puro estilo mexicano. Salimos temprano a buscar nuestro camino y -ya sin preguntar- salimos directamente a la carretera. No seguimos ni una sola indicación ni pensamos que nos perderíamos nuevamente. Ya estábamos cansados y solo queríamos ir a recoger a Bruno para llegar a nuestra casa y estar juntos en familia.

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Nota al margen:

Los discursos fueron muy buenos y estimulantes. Se preparan previamente -como en las películas de comedia estadounidenses- y por más nervioso(a) que está el padrino o la madrina, lo hacen realmente bien. Su soltura al expresar sus sentimientos es admirable. Está en su cultura tratar de comunicarse directamente sin dar tantas vueltas. Prácticos y al grano. Contrasta con la soleminidad de los mexicanos en situaciones similares y también con la falta de claridad de cualquier otro paisano nuestro al momento de dar alguna indicación.