Han pasado más de diez años desde que intenté escribir esta historia por primera vez. Es un relato verdadero que experimenté hace once años. Una vivencia que no me ha abandonado desde el primer instante. Y aunque la intensidad ha sido intermitente, es insoportable cuando sueño profundo. Las imágenes son -incluso- más claras que esos días fríos del invierno de 1996. Nuevamente me sumerjo en esta aventura sin saber si podré ser fiel a lo sucedido y -sobretodo- honrar a esas personas que jamás olvidaré.
Iba en el metro. Sentada, hojeando la sección de avisos de ocasión. Y ahí estaba el anuncio: “Se solicita señorita. Buena presentación. Referencias. Puebla 158. Roma Norte.” Me atrapó. Así. Trasbordé un par de veces y al cabo de media hora bajé en la estación Chapultepec. Salí precisamente a la avenida Chapultepec. Muy cerca del otrora castillo imperial. Pero del otro lado de circuito interior, donde el ruido de los camiones y microbuses puso alertas mis sentidos. Crucé la avenida. El olor era penetrante: smog y agua con jabón que buscó minutos antes refrescar las banquetas de la avenida.
Caminé dos calles y llegando a Sonora dudé. Fue la única vez que titubeé en ese y en los días subsiguientes. Finalmente, a la derecha. “Es más fácil por ésta que seguir por el ruido. ¿Cuál será? Adelante. Puebla. Ahí está, debe ser a la derecha”. Y fue. “Del lado izquierdo”. Y también fue. Me acerqué a la casa. “¡Qué altos los balcones!, ¡que bonitas las cornisas!” Toqué el timbre. Y una chicharra inundó mis oídos que provocó un sobresalto involuntario. Aquí está conmigo ese sonido chillón rondándome. Ahora, jugando con mis oídos y acelerando mi corazón.
Una señora se asomó por la puerta. Me miró toda. Después sonrió y la abrió toda: “¿Vienes por lo del anuncio, verdad? Pasa”. Apenas asentí. “Gracias”, murmuré. Tenía un patio amplio. Frío. No había coches dentro. Caminamos lentamente. Ella adelante. Volteó un par de veces, invitándome a seguir. Recordé la roña; el juego infantil donde “la traes” y se pasa con un leve toque. Los niños se acercan al roñoso buscando que los persiga, corriendo delante de él y volteando reiteradas veces, invitándolo a seguirlo.
Pasamos rápidamente por la cocina. Estaban cociendo frijoles y pelando patas de pollo. Olores que reconozco desde muy niña. Me asombró, pues, que no fuera ese el destino. Detrás de nosotras se cerró la puerta. Pasamos por un pequeño pasillo y una mesa alta animaba la estancia presentando al teléfono, como si éste estuviera listo para utilizarse. Subimos por la escalera, muy amplia: la dos al mismo tiempo. Carmen me tomaba del brazo. Iba del lado del barandal, liso y muy suave. Ni una palabra cruzamos desde la entrada y hasta la planta alta de la casa.
Al legar al último escalón, Carmen apretó mi brazo. “Espérame aquí”, acariciándome suavemente con su cálida sonrisa y su mirada profunda. No acababa de reponerme de ese gesto tan intenso, cuando me llamó con la mano desde la recámara del fondo. “Ven Paula”, me dijo. “Pero…”, alcancé a murmurar, antes de que tranquilamente me insistiera: “Acércate Paula”. Y entré a la recámara, donde un anciano esperaba mi entrada. Casi se levantó del sillón al saludarme con gran alegría. “Paula”, repetía, sin dejar de asirme las manos enérgicamente. “Ven, platícame, ¿qué has hecho?”, “Pero…”, “Ya, ya, llega primero y después me platicas”, sonrió y una gran dentadura apareció brillando, iluminando aún más su rostro: “Ve, ve…”, mientras movía cadenciosamente los brazos con las manos extendidas.
Carmen me guió a la recámara contigua. “Quiero que conozcas esta pieza. Quédate unos minutos aquí por favor. No tardo”. Y me quedé. Corrí a la ventana y pude apreciar la calle por la que había llegado. “¡Qué bonita vista!” Con la puerta cerrada, me atreví a recostarme en la cama matrimonial adornada con un edredón crema y unos peluches blancos y pasteles. Suspiré. “¿De quién será? Qué lindos muebles.” Sobre el buró yacía un pequeño libro de pasta blanca. Con gran soltura, lo abrí y encontré una letra deliciosa, como la que mi mamá utilizaba por haber estudiado en colegio de monjas. “Paula S.” ocupaba casi toda la primera página, con las puntas de las letras extendiéndose y encontrándose rítmicamente.
Cuando Carmen tocó a la puerta, no me extraño oírme decir: “Pasa por favor, está abierto”. Esta vez, su sonrisa era un poco más alegre: “He hablado con tu mamá y todo está arreglado. Puedes quedarte.”, “Gracias”, murmuré. ¿Qué magia recorrían esas paredes que tan bella bienvenida me cobijaba? “Me tomé la libertad de tomar tu teléfono de la libretita de tu bolsa”, me miró con naturalidad. “Dejaste tu bolsa en la mesita de la estancia”. “Gracias”, esta vez, regresando la sonrisa y la caricia con la mirada.
Fueron días maravillosos. La mayor parte de las mañanas la dedicaba a leer el diario de Paula. Cientos de hojas con historias maravillosas. Sueños y amores por llegar. Supe que se encontraba en unas largas vacaciones en el extranjero, por lo que podía ocupar su recámara. Ayudaba gustosamente a preparar la comida y quedaron encantados con mi sazón del consomé de pollo. La clave son las papas: sin pelar al cocer y cortar al servir. Nos sentábamos solo Carmen y yo a la mesa. “El abuelo”, como lo nombraba, comía arriba. Después de nosotras. Ahí pasaba la mayor parte del tiempo y le contaba mis historias. Bueno, esas historias lindas de Paula que casi estaba haciendo mías. Él reía, enseñando su dentadura y a veces contaba alguna anécdota que bien a bien nunca comprendí.
“Es necesario que vayas a tu casa”, me dijo Carmen una mañana; poco más de dos semanas después de mi llegada. “Tu mamá quiere verte, te extraña”. Salí por la puerta después del desayuno, bajé por Puebla y después por Sonora. Inverso a mi llegada. Subí avenida Chaputepec y finalmente me perdí en el metro. Cuando iba llegando a mi casa, encontré a mi hermano que presuroso inició con reclamos incompresibles (aunque con palabras muy reconocibles, entre las que ramera se repetía sin cesar); alcanzó a darme dos rozones en las mejillas y un par de jalones del cabello. “¡Estúpido!”, alcancé a gritarle al zafarme para entrar por la puerta de mi casa. La recepción de mi madre no fue diferente. Sin insultos, ni golpes, pero sí con los mismos reclamos. Evidentemente, nunca recibieron la llamada de Carmen.
Pasé dos días repitiendo una y otra vez la historia. Mismos que se mezclaron con risas burlonas, nuevos reclamos y sobretodo miradas reprobatorias de mi mamá y mis hermanos. Finalmente al tercer día logré convencerlos para que validarán mis palabras con sus propios ojos. Y fuimos a Puebla. Cuando recorríamos el camino, reseñaba un par de anécdotas de mi estancia. Y trataba de conseguir su confianza al resaltar detalles de las calles que cruzábamos. Mi mamá poco a poco bajaba la dureza de su rostro. Hasta que llegamos al 158 de Puebla. Bueno donde debía estar el 158. No había nada. No existía el número. Lo peor. Tampoco la casa. Desesperada, arrastré a mi mamá y a mi hermano una y otra vez a lo largo de la calle. Cinco veces. Lloré, grité y finalmente desesperada, pedí su consejo. Y su consuelo.
Así, en la tiendita de Sonora casi esquina con Durango encontramos a quien calmara nuestra confusión. “Sí, recuerdo la casa”, señaló el dueño de la miscelánea. “Qué raro”, le decía a mi mamá, mientras repasaba mi figura insistentemente. “Esa casa se cayó con el temblor, ¿por qué la buscan después de tantos años?” La mirada de mi mamá fue fulminante y en ese instante explotó contra mi, tundiéndome con certeros manazos en la boca, uno y en el ojo izquierdo, dos. Mi hermano ayudó a sacarnos de esa pesadilla, tirándome del cabello y dirigiéndome una mirada de rabia y frustración: “Eres una …”, y negaba con la cabeza.
Pasé varios meses encerrada en mi casa; confundida y sin querer salir. Recuerdos tan nítidos de esa experiencia difícilmente podría desarrollarlos la imaginación de mis entonces diecinueve años. Finalmente, salí y por intuición acabé en Puebla. Y en la tiendita de Sonora. Solo para aderezar el sinsentido que ya intuía en mi vida desde niña y que desde entonces se ha intensificado hasta el día de hoy. “Te pareces mucho, niña, a la señorita que vivió en esa casa”, dijo solemnemente el dueño. “¿Sabes que ahí murieron su abuelo y su madre?. Ella sobrevivió y muchos días después anduvo rondando por aquí. Esos días insoportables que le siguieron al 15 de septiembre de 1985″, finalizo sin dejar de observarme fijamente.
Renata Tejería, Enero 12 de 2008
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