Jueves ordinario: el niño y el toro

Para Bruno

Todos los sábados, Rodolfo iba al parque de “Los Viveros”. Se sentaba en una de las bancas para observar cómo dos jóvenes entrenaban para ser toreros. Uno de ellos, conducía la carretilla que simulaba ser el toro; el otro era el torero: con un capote rosa movía los brazos y deslizaba su cuerpo como si bailara. Rodolfo no perdía un solo detalle, mientras el polvo era levantado por las ruedas de la carretilla y los píes de los dos muchachos.

Le maravillaba la seriedad de los actores y los gritos que de pronto salían de sus pechos. Ahí se quedaba quieto por más de una hora hasta que su papá acababa de correr. Se levantaba y en silencio abandonaban el parque.

Un mañana que miraba atentamente los movimientos ágiles del torero, se acercó uno de los muchachos para invitarlo a participar: “¿Quieres ser el toro o el torero?” Rodolfo no dudó y respondió mientras se levantaba: “¡Torero! ¿Me prestas tu espada?”.

Se paró en el centro del «ruedo» y con la muleta debajo del brazo –tal y como había visto una y otra vez que lo hacían sus ahora maestros- caminó hacia la carretilla y gritó con todas sus fuerzas: “¡Eeahh!” El toro arrancó tibiamente, mientras Rodolfo mostraba, en todo lo alto, la cara de la muleta. Bien a bien, nunca supo cómo ejecutó todas esas suertes; menos comprendió por qué tanta gente se reunió alrededor de ellos. Le aplaudían y le gritaban: “Torero, torero, torero”. Acabó su faena, tomó la espada de madera, se perfiló con maestría y con un espectacular movimiento dio «muerte» al toro.

Cuando su papá llegó a recogerlo, Rodolfo estaba sentado nuevamente en la banca. Solo. Ya todos se habían ido. Se levantó al verlo y se fueron en silencio. Al llegar a su casa, su mamá los esperaba en la puerta un poco desesperada, pues se les hacía tarde para la comida familiar del día de las madres. De camino, la mamá les preguntó que cómo les había ido. “Muy bien”, se apresuró a responder su papá, “corrí veinticinco kilómetros en dos horas y cuarto”. Rodolfo calló.

Horas más tarde, su abuela preguntó que cómo les había ido en el parque. Esta vez, Rodolfo se adelantó y platicó con lujo de detalles su hazaña de la mañana: las arremetidas del toro, sus movimientos con la muleta, los aplausos de la gente y al final -con gran maestría- terminó la historia resaltando : “Mi papá corrió veinticinco kilómetros, pero yo maté a un toro”.

Jueves ordinario: crónica de un oficinista

Bajo cualquier otra circunstancia, esta crónica resultaría absurda. Sin embargo, es verídica e incluso ordinaria bajo las condiciones de esta semana. Es muy probable -además- que en unos días parezca exagerada. Pero no hoy.

Inocencio llegó a las ocho y media en punto a su nuevo trabajo. Era muy afortunado por haber conseguido ese puesto, pues las condiciones económicas eran muy desfavorables. Fue contratado a prueba de tres meses como analista de riesgos.

Se sentía muy nervioso y no dejaba de preguntarse si cumpliría con las expectativas. Su experiencia previa se reducía a una pequeña empresa familiar. Supo que su día sería inusual cuando el guardia de la entrada le entregó un tapabocas. El sábado anterior el secretario de educación había anunciado la suspensión de clases por «tres días y pico». Por tanto, no parecía tan raro que se tomaran algunas medidas preventivas en las empresas. Sin embargo, nunca imaginó que entraría prácticamente enmascarado a su primer día de labores.

Se registró en el libro de entradas y subió al piso que semanas antes había visitado para entrevistarse con quien sería su jefe. Dio vueltas por algunos módulos y por fin reconoció un póster de una campaña, donde aparecía un señor creciendo en una escalera. Estaba un poco mareado, pues la respiración se le dificultaba, pero entró con decisión. Su jefe ya lo esperaba y le dio la bienvenida, indicándole que no saludara de mano y que procurara guardar distancia entre sus compañeros. Recorrió una veintena de lugares para que lo presentaran, lo que resultaba bastante extraño, pues no veía los rostros de las personas y tampoco escuchaba bien qué decían. La escena de reverencias y saludos con la mano hacia arriba se repitió una y otra vez. Al final, no recordó un solo nombre.

Asentía firmemente mientras su jefe le explicaba que su aportación se concentraría en análisis de bases de datos de clientes morosos. Utilizaba una terminología apenas comprensible, lo que le provocaba un ligero sudor en las manos y una comezón insoportable en la parte posterior de las orejas al sentir cómo los hilos del tapabocas lo rozaban. Trataba de mantenerse sereno pensando que con el tiempo entendería de qué rayos estaba hablando ese personaje que lo había contratado. De pronto, el murmullo que había estado presente en todo momento desapareció.

«Está temblando» se escuchó decir apresuradamente. «Sí, está temblando», repitió la asistente. «Tranquilos …» se oyó a lo lejos. Todos sus compañeros -siempre con el tapabocas puesto- se levantaron de sus lugares y casi creyó ver las risas nerviosas que se esbozaban debajo de esa tela azul.  A través de un sonido apenas perceptible se instruyó no evacuar el edificio: «Compañeros, mantengan la calma, no es necesario salir de las instalaciones …» La distracción duró menos de diez minutos, pero la impresión de esas primeras horas de trabajo no lo abandonó en todo el día. Salió a las seis de la tarde, casi corriendo. Descansó al sentarse en el metro y ver que el uso de los tapabocas en el transporte público era más democrático.

Cuando llegó al día siguiente, le pareció ya común ver cómo todos los empleados portaban su máscara protectora. Todavía no tenía un lugar asignado, por lo que pasó todo el día en una pequeña sala de juntas, contigua a la oficina de su jefe. Le entregaron unos expedientes y le pidieron que se familiarizara con los documentos que se pedían. Que tratara de ver cuál era la lógica de integrar los papeles. Sabía que sólo lo estaban entreteniendo, pues al no tener una computadora asignada no podía realizar sus labores. Se habían suspendido las entregas de los proveedores, por lo que su máquina no llegaría sino hasta la siguiente semana.

Se hizo un silencio. Nuevamente el sonido del edificio anunció algunas medidas. Siguieron risas y después caras de preocupación. Se acercó a uno de sus nuevos compañeros para investigar qué había sucedido. «Hay un enjambre de abejas en la entrada y no podremos salir a comer», le respondió nerviosamente. «Es broma», se decía mentalmente con sarcasmo, «todo esto es una broma … el virus,  el temblor, las abejas, la computadora … todo». Regresó a la sala de juntas. Ahí estaba el expediente y ahí él, viéndose desde afuera en una escena que jamás imaginó.

A media tarde hubo una pequeña reunión en el módulo. El jefe informó que dos compañeros del área de operaciones estaban hospitalizados, que creían que era Influenza Porcina, lo que desató una lluvia de murmullos y expresiones que salieron por encima de los tapabocas. «¿Cómo es?», escuchó que uno le preguntaba a otro. El jefe levantó la voz para instruir que se extremaran precauciones: usar el tapabocas en todo momento y lavarse las manos continuamente. Salió a las seis de la tarde y esta vez sí iba corriendo.

A nadie le sorprendió que el miércoles no se presentara a laborar.

Jueves ordinario: Influencias 3 (otro cuento)

Respiro el fresco sabor de la mañana. Aprovecho y lleno mis pulmones de oxígeno, dejando escapar poco a poco esa materia fantástica que me llena de fuerza. Concientemente. Enciendo el coche y espero a que la puerta se abra. Son las cinco y media de la mañana. Me aseguro de sacar mi mano para despedirme de Bruno. Él me ve desde la ventana. Es nuestro ritual. Después se va corriendo a su recámara; cuando llego a la caseta, él ya me está esperando para gritar: «¡Adiós, papá!». Y su voz aguda penetra en el silencio de la madrugada.

Voy a correr. Faltan solo trece semanas para el maratón. No he tenido el mejor entrenamiento. He apretado el ritmo en las últimas tres semanas, pero no es suficiente todavía. Estoy adolorido. Mis músculos empiezan a reclamar el incremento de kilómetros. Ayer en la mañana fui testigo de una lucha interna en la que mis piernas se impulsaban por mi voluntad y al mismo tiempo eran retenidas por una pesadez insoportable. Ésta última es efecto de la falta de disciplina en los primeros meses del año. Tarde o temprano se paga la inconstancia. Ayer en la mañana pagué una buena dosis. Ya veremos en estos días a cuánto asciende el pagaré.

Imagino que hoy será otro gran día. Estoy reunido con mi equipo de trabajo y uno a uno van presentando los avances de sus proyectos. Los retos no son menores y los obstáculos siempre aparecen cuando menos se esperan, pero este equipo tiene una voluntad encomiable. Lo intenta una y otra vez. Hay tropiezos, pero también una mano que ayuda a que se levante quien se ha caído. Tenemos retrasos en algunos temas, pero nada que el talento de cada integrante no pueda superar. Un ingrediente adicional. El sentido del humor. Por más presión que haya; ya sea por entregar algún documento o diseñar una táctica para mejorar las cifras del cierre de mes, nunca se deja de escuchar una carcajada en el módulo. Incluso los más serios han aprendido a sonreír con más frecuencia. Sin duda, hoy será otro gran día.

Hace un par de décadas salía de mi casa con la frescura de la mañana. Cerrando la reja y regresando el saludo al vecino; le reprochaba inmiscuirse en mi existencia. Caminaba, prendía un cigarro y perdía el camión. Caminaba y en el trayecto encontraba a un señor que me platicaba asuntos que yo no entendía. Perdía el rumbo y después, con una maleta que jalaba de mi hombro caminaba más. Iba con un sentimiento de haberme cargado de piedras que nunca pedí.

Cada vez que salgo del entrenamiento, la misma sensación de bienestar recorre mi cuerpo. Parte es de satisfacción por el esfuerzo realizado y el objetivo logrado; y otra parte, la fisiológica, está integrada por endorfinas. Que me hacen sentir feliz sin otra razón mas que la de haber realizado ejercicio. Manejo hasta el deportivo y en el camino siempre vengo pensando. Es decir, vengo controlando las ideas que surgen en mi mente, dándoles un sentido. Buscando agotar los temas y permitiendo -suavemente- que otros impulsos participen en la construcción de alguna solución o de un plan en específico. Y también me desvío a otros temas, unos por preocupación; otros por puro placer. Cuando dejo de correr, las interrupciones son más frecuentes y mis ideas se tornan más democráticas.

Hace un par de décadas era amante del existencialismo. Me gustaba perderme en una sensación de incertidumbre cósmica. Solo la falta de un sentido absoluto me confortaba. Criticaba a la felicidad como la meta del ser humano y contraponía este estado con el que consideraba como genuino: la tristeza. Porque ahí se podía percibir -casi rozar- la esencia de la vida y de la muerte. Con los sentidos muy alertas y el espíritu extendido, lograba dilatar mi percepción hacia un instante lugar sensacional; ahí donde una energía arrolladora recorría mi cuerpo con tal intensidad que casi me sentía flotar. Hace más de veinte años de esas experiencias existenciales que no requerían más que de una hoja, una pluma, un frasco de agua y un cigarro.

Cuando estoy en la oficina, el gran día se convierte en otro más de retos y obstáculos. Muchos son de comunicación; la mayoría. Los seres humanos tendemos a causar confusiones, de manera involuntaria y por tanto inconciente. Invertimos gran cantidad de tiempo en llamadas telefónicas, también y sobretodo en correos electrónicos. Aún así, no estoy dispuesto a que mi día se pierda en eso. Luchamos por construirlo desde temprano y no sobran palabras de aliento que nos griten desde una ventana, haciéndonos evidente cuál es el sentido de seguir haciendo las cosas.

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La influencia

Influencias (2)

Intrusa en Puebla 158

Han pasado más de diez años desde que intenté escribir esta historia por primera vez. Es un relato verdadero que experimenté hace once años. Una vivencia que no me ha abandonado desde el primer instante. Y aunque la intensidad ha sido intermitente, es insoportable cuando sueño profundo. Las imágenes son -incluso- más claras que esos días fríos del invierno de 1996. Nuevamente me sumerjo en esta aventura sin saber si podré ser fiel a lo sucedido y -sobretodo- honrar a esas personas que jamás olvidaré. 

Iba en el metro. Sentada, hojeando la sección de avisos de ocasión. Y ahí estaba el anuncio: “Se solicita señorita. Buena presentación. Referencias. Puebla 158. Roma Norte.” Me atrapó. Así. Trasbordé un par de veces y al cabo de media hora bajé en la estación Chapultepec. Salí precisamente a la avenida Chapultepec. Muy cerca del otrora castillo imperial. Pero del otro lado de circuito interior, donde el ruido de los camiones y microbuses puso alertas mis sentidos. Crucé la avenida. El olor era penetrante: smog y agua con jabón que buscó minutos antes refrescar las banquetas de la avenida. 

Caminé dos calles y llegando a Sonora dudé. Fue la única vez que titubeé en ese y en los días subsiguientes. Finalmente, a la derecha. “Es más fácil por ésta que seguir por el ruido. ¿Cuál será? Adelante. Puebla. Ahí está, debe ser a la derecha”. Y fue. “Del lado izquierdo”. Y también fue. Me acerqué a la casa. “¡Qué altos los balcones!, ¡que bonitas las cornisas!” Toqué el timbre. Y una chicharra inundó mis oídos que provocó un sobresalto involuntario. Aquí está conmigo ese sonido chillón rondándome. Ahora, jugando con mis oídos y acelerando mi corazón. 

Una señora se asomó por la puerta. Me miró toda. Después sonrió y la abrió toda: “¿Vienes por lo del anuncio, verdad? Pasa”. Apenas asentí. “Gracias”, murmuré. Tenía un patio amplio. Frío. No había coches dentro. Caminamos lentamente. Ella adelante. Volteó un par de veces, invitándome a seguir. Recordé la roña; el juego infantil donde “la traes” y se pasa con un leve toque. Los niños se acercan al roñoso buscando que los persiga, corriendo delante de él y volteando reiteradas veces, invitándolo a seguirlo. 

Pasamos rápidamente por la cocina. Estaban cociendo frijoles y pelando patas de pollo. Olores que reconozco desde muy niña. Me asombró, pues, que no fuera ese el destino. Detrás de nosotras se cerró la puerta. Pasamos por un pequeño pasillo y una mesa alta animaba la estancia presentando al teléfono, como si éste estuviera listo para utilizarse. Subimos por la escalera, muy amplia: la dos al mismo tiempo. Carmen me tomaba del brazo. Iba del lado del barandal, liso y muy suave. Ni una palabra cruzamos desde la entrada y hasta la planta alta de la casa. 

Al legar al último escalón, Carmen apretó mi brazo. “Espérame aquí”, acariciándome suavemente con su cálida sonrisa y su mirada profunda. No acababa de reponerme de ese gesto tan intenso, cuando me llamó con la mano desde la recámara del fondo. “Ven Paula”, me dijo. “Pero…”, alcancé a murmurar, antes de que tranquilamente me insistiera: “Acércate Paula”. Y entré a la recámara, donde un anciano esperaba mi entrada. Casi se levantó del sillón al saludarme con gran alegría. “Paula”, repetía, sin dejar de asirme las manos enérgicamente. “Ven, platícame, ¿qué has hecho?”, “Pero…”, “Ya, ya, llega primero y después me platicas”, sonrió y una gran dentadura apareció brillando, iluminando aún más su rostro: “Ve, ve…”, mientras movía cadenciosamente los brazos con las manos extendidas. 

Carmen me guió a la recámara contigua. “Quiero que conozcas esta pieza. Quédate unos minutos aquí por favor. No tardo”. Y me quedé. Corrí a la ventana y pude apreciar la calle por la que había llegado. “¡Qué bonita vista!” Con la puerta cerrada, me atreví a recostarme en la cama matrimonial adornada con un edredón crema y unos peluches blancos y pasteles. Suspiré. “¿De quién será? Qué lindos muebles.” Sobre el buró yacía un pequeño libro de pasta blanca. Con gran soltura, lo abrí y encontré una letra deliciosa, como la que mi mamá utilizaba por haber estudiado en colegio de monjas. “Paula S.” ocupaba casi toda la primera página, con las puntas de las letras extendiéndose y encontrándose rítmicamente. 

Cuando Carmen tocó a la puerta, no me extraño oírme decir: “Pasa por favor, está abierto”. Esta vez, su sonrisa era un poco más alegre: “He hablado con tu mamá y todo está arreglado. Puedes quedarte.”, “Gracias”, murmuré. ¿Qué magia recorrían esas paredes que tan bella bienvenida me cobijaba? “Me tomé la libertad de tomar tu teléfono de la libretita de tu bolsa”, me miró con naturalidad. “Dejaste tu bolsa en la mesita de la estancia. “Gracias”, esta vez, regresando la sonrisa y la caricia con la mirada. 

Fueron días maravillosos. La mayor parte de las mañanas la dedicaba a leer el diario de Paula. Cientos de hojas con historias maravillosas. Sueños y amores por llegar. Supe que se encontraba en unas largas vacaciones en el extranjero, por lo que podía ocupar su recámara. Ayudaba gustosamente a preparar la comida y quedaron encantados con mi sazón del consomé de pollo. La clave son las papas: sin pelar al cocer y cortar al servir. Nos sentábamos solo Carmen y yo a la mesa. “El abuelo”, como lo nombraba, comía arriba. Después de nosotras. Ahí pasaba la mayor parte del tiempo y le contaba mis historias. Bueno, esas historias lindas de Paula que casi estaba haciendo mías. Él reía, enseñando su dentadura y a veces contaba alguna anécdota que bien a bien nunca comprendí. 

“Es necesario que vayas a tu casa”, me dijo Carmen una mañana; poco más de dos semanas después de mi llegada. “Tu mamá quiere verte, te extraña”. Salí por la puerta después del desayuno, bajé por Puebla y después por Sonora. Inverso a mi llegada. Subí avenida Chaputepec y finalmente me perdí en el metro. Cuando iba llegando a mi casa, encontré a mi hermano que presuroso inició con reclamos incompresibles (aunque con palabras muy reconocibles, entre las que ramera se repetía sin cesar); alcanzó a darme dos rozones en las mejillas y un par de jalones del cabello. “¡Estúpido!”, alcancé a gritarle al zafarme para entrar por la puerta de mi casa. La recepción de mi madre no fue diferente. Sin insultos, ni golpes, pero sí con los mismos reclamos. Evidentemente, nunca recibieron la llamada de Carmen. 

Pasé dos días repitiendo una y otra vez la historia. Mismos que se mezclaron con risas burlonas, nuevos reclamos y sobretodo miradas reprobatorias de mi mamá y mis hermanos. Finalmente al tercer día logré convencerlos para que validarán mis palabras con sus propios ojos. Y fuimos a Puebla. Cuando recorríamos el camino, reseñaba un par de anécdotas de mi estancia. Y trataba de conseguir su confianza al resaltar detalles de las calles que cruzábamos. Mi mamá poco a poco bajaba la dureza de su rostro. Hasta que llegamos al 158 de Puebla. Bueno donde debía estar el 158. No había nada. No existía el número. Lo peor. Tampoco la casa. Desesperada, arrastré a mi mamá y a mi hermano una y otra vez a lo largo de la calle. Cinco veces. Lloré, grité y finalmente desesperada, pedí su consejo. Y su consuelo. 

Así, en la tiendita de Sonora casi esquina con Durango encontramos a quien calmara nuestra confusión. “Sí, recuerdo la casa”, señaló el dueño de la miscelánea. “Qué raro”, le decía a mi mamá, mientras repasaba mi figura insistentemente. “Esa casa se cayó con el temblor, ¿por qué la buscan después de tantos años?” La mirada de mi mamá fue fulminante y en ese instante explotó contra mi, tundiéndome con certeros manazos en la boca, uno y en el ojo izquierdo, dos. Mi hermano ayudó a sacarnos de esa pesadilla, tirándome del cabello y dirigiéndome una mirada de rabia y frustración: “Eres una …”, y negaba con la cabeza. 

Pasé varios meses encerrada en mi casa; confundida y sin querer salir. Recuerdos tan nítidos de esa experiencia difícilmente podría desarrollarlos la imaginación de mis entonces diecinueve años. Finalmente,  salí y por intuición acabé en Puebla. Y en la tiendita de Sonora. Solo para aderezar el sinsentido que ya intuía en mi vida desde niña y que desde entonces se ha intensificado hasta el día de hoy. “Te pareces mucho, niña, a la señorita que vivió en esa casa”, dijo solemnemente el dueño. “¿Sabes que ahí murieron su abuelo y su madre?. Ella sobrevivió y muchos días después anduvo rondando por aquí. Esos días insoportables que le siguieron al 15 de septiembre de 1985″, finalizo sin dejar de observarme fijamente.

Renata Tejería, Enero 12 de 2008

Encuentros recurrentes

Estábamos durmiendo en el cuarto de visitas. Sabía que alguien había irrumpido a la casa. Lo confirmaban mis sentidos alertas y mi corazón acelerado. Me levanté lentamente de la cama. Caminaba hacia un peligro inminente. Sin distinguir nada, sólo escuchaba que alguien subía. Me imaginaba en mi recámara luchando contra el agresor. Perdiendo la batalla -presa de su pericia- y sumergido en una angustia incontrolable.

Y me despertaba. Las dos de la mañana y yo con una pesadilla. Tengo que dormir, pues a las cinco y media suena el despertador. Cerraba los ojos, cuidando respirar profundo y sentir cómo el viento inflaba mis pulmones y mi corazón retomaba el ritmo. Nuevamente una angustia me inundaba. Salía del cuarto de visitas para proteger a Bruno. Pero no estaba. Tal vez se estaba escondiendo, buscando hacer la broma de la mañana. Pero no así. No cuando soy el más vulnerable de los hombres. No. Por favor que esté debajo de las cobijas.

Volvía a dejar el sueño. ¡Qué calor! Es la misma pesadilla de toda la vida. Cuando era niño, en mi recámara, veía cómo alguien estaba brincándose la barda. Y trataba de gritar para llamar a mi papá. Pero no podía. Se me atoraba la desesperación en una mueca. Con un sonido hueco. Volvía a salir del cuarto de visitas y Bruno -en el cuarto de la tele- me decía que había un señor abajo. Agarraba el salero para poder golpearlo con algo y trataba de gritar, pero no podía. Nuevamente -muchos años después- me despertaba con mi sonido hueco, de desesperación atorada en una mueca.

¿Por qué hace tanto calor? No tengo agua. Escucho el silencio. Nada. Ya conozco los ruidos de esta casa. El clóset murmura después de un día de calor. Le responde el techo levemente. Solo yo lo oigo. ¿Qué hago? Ya es tarde. Otra vez me está venciendo el sueño y voy al terrible encuentro con mi mente vulnerada. Me dejo llevar. Estamos durmiendo en el cuarto de visitas. Alguien irrumpió en la casa. Siento miedo como cuando era niño. Quiero gritar y no puedo. Soy el mismo de siempre. Tengo miedo. Esta vez no puedo ir a la cama de mis padres. Me despierto y encuentro la tranquilidad. Está Paty, estamos juntos, dormidos. ¡Qué alivio!

Concilio el sueño. Estoy cansado. Ya no sueño, mis sentidos alertas pierden interés por lo que encontraré más allá. Empieza otra vez. Salgo del cuarto de visitas. Bruno me dice que hay un señor abajo. Aprieto el salero y siento que es pesado. Será suficiente para poder tranquilizarme. Y bajo gritando con un sonido hueco. Esta vez Paty me despierta. Estoy sudando. Respiro profundamente. Me levanto y hago pipi. Son las cinco de la mañana. Regreso y me duermo. Despertamos y me quedó dormido un par de horas más. Descanso finalmente, después de una lucha terrible con este juego controlado por mi subconsciente. Que me gana en ese terreno. Que él domina.

Abro las persianas. Una luz brillante deslumbra los vestigios de la noche. Me baño y me arreglo. Me veo al espejo y noto un color rosado en mis mejillas. El enjuague bucal me refresca y la frescura dulce de mi loción me patea fuera de mi recámara. Abro las persianas del cuarto de la tele. Y entro al cuarto de Bruno. Veo el sitio de donde tomé el salero, pero ya no hay nada. Y empiezo a bajar, pero una terrible mueca empieza a atrapar mi rostro. Trato de gritar pero no puedo. Me regreso a la recámara. Estoy aterrado y grito finalmente. ¡Grito! Me despierto nuevamente. Son las cuatro de la mañana. No va a acabar nunca. Y tengo que despertarme temprano. No tengo tiempo para estos juegos. Tengo juntas. Me duermo otra vez. Vamos de nuevo.