Unos dientes amarillentos se asoman cuando sonríe. Siempre le ha gustado reír, sobretodo jugar con esas situaciones que recrea su cerebro listo y desordenado. La punta negra de sus dedos resalta al maniobrar la palanca de velocidades: uñas largas y descuidadas cobijan tierra de varias semanas. Atento a mis palabras inclina ligeramente la cabeza hacia su hombro derecho, incluso cuando le hablo al teléfono. Mueve rápidamente los ojos de un lado al otro y decide acelerar lentamente para cruzar la avenida: detrás, un claxon busca apurar su paso, pero él no se inmuta: tiene mucho callo como para que alguien lo perturbe.
Lo vi de lejos. Apenas resaltaba su cuerpo enclenque por encima del volante. Levanté la mano derecha y noté que ya desde antes me había visto. Lentamente estacionó su Tsuru frente a mí. «Usted me dice», señaló con una dicción perfectamente clara. Al verme intentar hacer el asiento para atrás me dio dos certeras indicaciones: «La palanca de abajo para echar el asiento para atrás; la de la derecha para reclinar el respaldo». Aproveché los movimientos para poner el seguro de la puerta trasera. De reojo me vio marcar un teléfono y sin perder cuidado escuchó cada palabra. Intentó adivinar, pero difícilmente una plática con alguien de Guadalajara podría decirle algo. Aún así, permaneció atento en todo momento. Volteé descaradamente a ver su cara mientras hablaba y miré detenidamente su barba de varios días.
Disfruta su camino. Me escucha quejarme de la falta de cooperación de los demás conductores y complementa señalando que después se les revierte. Pacientemente espera a que el camión pueda dar la vuelta prohibida para avanzar y apenas cruzar con la preventiva. Mueve ligeramente el volante y un coche pasa a nuestro lado sin mucho ruido. Va detrás de otros coches como si los siguiera, pero vamos solos: ignora toda compañía, excepto la mía que parece llenar su cuota de tolerancia. Sus ojos desprenden una brillantez de otra vida. «Soy libre, sin sitio ni rumbo fijo», me dice cuando su memoria regresa a ese momento cumbre de su vida. Deja escapar un leve suspiro y alcanza a toser la marihuana que fumó tantos años. Su corva delata años de exceso. Tiene poco más de cuarenta y parece casi de sesenta. Ríe cuando le digo que no me rasuré bien. «Es que no nos vemos bien en el espejo», dice y espera un segundo a mi reacción. Yo me estoy viendo por el retrovisor y asintiendo le indico que continué con la sabiduría que todos desperdician. «Por las prisas y porque no nos gusta lo que vemos». Sonríe y su barba se hace densa. Su ropa vieja desprende un hedor de ideas rancias y de momentos frescos.
Quise subir el vidrio cuando nos paramos en el alto. Volteé buscando su botella de agua, pero no traía. Me vio mirar sus monedas de diez y de cinco pesos. Traté de parecer atento a cualquier intento de asalto; por eso volteé al retrovisor: para espiar a los transeúntes que venías de atrás. Vi mi bigote magro, pero perceptible en su barba. Y pasó lo del espejo que nos refleja y que no nos gusta mirar. Tenía mi saco puesto y él una playera que fue blanca. Nos veíamos dispares, pero veníamos pensando lo mismo cuando vimos la calle de Hortensia. Con cuidado dio vuelta a la derecha y apenas titubeó cuando vio a una señora cruzar la calle. Su calzado deportivo cansado de usarse empujaba el acelerador con miedo. Pensé en ese día que rompí el clutch de un Tsuru que tuve en 1991. Pero este chicote no se rompió. Lo apretó otra vez y la gasolina apenas fluyó: imaginé que no avanzábamos hasta que de pronto llegamos a la otra calle, a Minerva. Ahí en el cruce donde nadie coopera.
Inclina su cabeza para escucharme preguntar al teléfono en dónde es el restaurante. Cuelgo y me dice que sí sabe. Pasamos dos altos y luego avanza lentamente y apenas cruzamos. «A media cuadra», masculla y después casi se pasa. Le paso un billete de cien que ve como si fuera un raro espécimen. Saca de la bolsa de su pantalón tres billetes y dice que tiene un «tostón». Me lo pasa y se queda diez de propina. Le deseo buen día y agita la mano como si fuéramos amigos. Sonríe, sabiendo que nos hemos arrancado vida, uno del otro. Lo veo alejarse sin tanta corva. Mueve la cabeza y su cuello parece tomar una movilidad que no tenía. Me distraigo al entrar al restaurante y regreso a mi existencia previa.
Pero hace unos momentos lo recordé: cuando venía manejando tranquilamente. Quise alcanzar su libertad por unos segundos y pude rozar ese sentimiento de autosuficiencia e indiferencia: ignorando el tráfico y perdiéndome en una reflexión dinámica y desordenada. «Sin sitio ni rumbo fijo».
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