Fuimos cinco los que nos cambiamos de equipo en 1985. De Lobos a Gamos; de Plateros a Cuemanco; de la tierra al pasto; de los cascos de amansalocos a los Riddell y Bike; de los golpes a la técnica; del albur a la papa en la boca; y más. Cuando salíamos del primer entrenamiento, repetíamos la nueva porra que habíamos aprendido: «¡El glorioso, el glorioso, Instituto y Colegio, México, Gamos, CUM!». Contra el muy arraigado: «¡Zig-zag, zig-zag, ey-ey-ey, Zig-zag, zig-zag, ey-ey-ey, Lobos, Lobos, urra, 1-2-3. Lobos!». Parecía muy corta la nueva porra. ¿Qué tenían que ver el instituto y el colegio?
Entre Cuemanco y Tulyehualco pasamos gran parte de ese verano: en los campos de los Gamos (entrenamientos en el primero y juegos en el segundo). Lobos tenía un terreno casi en breña frente al Aurrera (entrenamientos y también juegos que se complicaban si era domingo de tianguis). El coach Carlos Tovilla como nuestro líder e inspirador. Decía que cuando quisiera que le echáramos ganas, abriría los brazos -simulando el tamaño de nuestros deseos. En Lobos, Víctor Villa nos decía: «Rómpete la madre o vas a ser un jodido toda la vida». Diferente, ¿no? El Barbarita con su sonrisa de anuncio de Colgate (¿por qué Barbarita? ¿por Barbie?) diciéndonos cómo utilizar perfectamente la técnica de tacleo: simulado primero y después a media velocidad (Por cierto que lo vi varias veces cuando viví e Monterrey. Misma sonrisa). En contraste, Flores y el Oso tenían la amabilidad de hacernos hombrecitos con el famoso matador o el círculo romano: «¡No seas puto!»
Esa temporada no fue buena en resultados, pero sí muy enriquecedora en aprendizaje. Desde la numeración de los huecos: pares y nones contra numeración corrida; los QBs con ejercicios de manejo de balón (sin casco y echando la hueva), en lugar de estar haciendo dos contra uno con la línea; las fiestas de adolescentes contra la previa niñez (aunque esto no tenía que ver con los equipos). (Recuerdo una muy especial en casa de Toño Flores «El Catcher», donde nos mezclamos con una categoría de arriba. O dos. Discos de acetato, luces y sonido. Refresco obviamente y el baile completamente ochentero). También fue muy raro salir limpios de los entrenamientos: a lo mucho una mancha de pasto en las fundas. Sin tierra ni piedras en los zapatos.
Aprendimos las jugadas y también a tomar los camiones para ir a entrenar. Los sábados en cortos y los domingos a los juegos (ahí sí en coche y bien peinaditos). El equipo era bueno, pero no estaba compenetrado. ¿Qué tanto influyó que llegáramos tantos de otro equipo a romper con la armonía existente? Junto con nosotros llegó el Paty de Águilas Blancas y el Vaquero de -efectivamente- Vaqueritos de Coapa (por cierto lo vi el otro día en la Guadiana y cruzamos un par de tragos. Bien). En especial, me acuerdo mucho de una jugada en que estábamos casi por anotar. En la yarda 1. Cambié la bola al 2 y por alguna razón que todavía no comprendo, Óscar centró antes de tiempo y por alguna otra razón menos comprensible busqué -todavía sorpendido- al Vaquero para entregarle el balón. Pero él seguía esperando el segundo hut, con la mirada clavada en al pasto. Tal vez era muy pesado y por eso luego fue Full-Back o tal vez yo fui muy lento y por eso pasó el guard defensivo y me arrebató el balón para correr 99 yardas hasta la zona de anotación. «¡Bienvenido a los Gamos!», debí pensar mientras se escurría el Cherokee sin que nadie lo tocara. Al final perdimos 12-0 y no hubo drama; ni llanto ni gritos; menos groserías. Qué diferente se sentían las derrotas también. Con más calma. ¿Estaban acostumbrados? No, claro que no, pero el manejo de la frustración era completamente distinto. Calma increíble. ¿Atole en la sangre? Algunos. Igual que en todas partes.
Después de esta ensalada de recuerdos de esa temporada en la que casi todos los del equipo teníamos 14 años, referiré un par de eventos a propósito del título. Si llegabas tarde al entrenamiento o habías entrenado con flojera te «ganabas» el derecho de quedarte a la fiesta (¿cuál fiesta?). Esa en la que desquitas el esfuerzo faltante, ya sea corriendo, ya sea con ejercicios de fuerza o de golpeo. Al castigo le llamaban fiesta. ¡Ja! El segundo. La fiesta que sí es fiesta. En ese año, asistí a mis primeras y comprendí que ese espacio era especialmente oportuno para mostrar qué tan superficial podías ser. Por la manera en que bailábamos y también por los copetes y las palabras llenas de vacío y presunción. No es crítica, ni queja; solo un recuerdo que después de 23 años se ve diferente. En forma de fiesta ochentera. Que ya es mucho decir.
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