Ya habíamos pagado la cuenta y un murmullo cada vez más intenso cargaba el ambiente del restaurante. Llevábamos más de tres horas ahí y -aunque los niños habían estado jugando casi todo el tiempo- ya había sido demasiado para ellos. Estábamos a punto de irnos y de pronto escuché mi nombre con un tono enérgico y a la vez de preocupación: «Se descalabró Bruno».
Los adultos estuvimos hablando sobre Barack Obama y la toma de posesión que tendría lugar unos días después. También del gran furor que han desatado las novelas de Stephenie Meyer: «Algo hace bien», coincidimos mi cuñado y yo, sabiendo que difícilmente leeremos alguno de estos bestsellers. Más por convicción que por rebeldía, aunque he de confesar que sí siento un poco de curiosidad, pues las desveladas de mi esposa y de mi hermana fueron espectaculares mientras los leían; sin olvidar, cómo convirtieron en todo un evento una ida al cine para ver la película.
Mi calma desapareció cuando distinguí una gota gruesa de sangre muy oscura corriendo por su frente. Sus ojos reflejaban una preocupación intensa y la mueca de su rostro un dolor profundo. Lo cargué y de pronto ya estábamos en el baño: su cabeza debajo del grifo mostraba una herida de unos cinco centímetros con un corte irregular. «Pásale», le dije a mi esposa al ver que se quedaba en la puerta del baño de hombres. Le enjuagué varias veces la herida y después la presioné con un papel húmedo. Bruno seguía llorando, pero no se resistía a las instrucciones: «Baja la cabeza», «Véme a los ojos», «Baja la cabeza» … Paró la hemorragia.
«No se eligió un presidente», señalaba un reportero latino oriundo de Washington, el miércoles por la mañana, «los estadounidenses elegimos a un salvador». Buena falta hace, por cierto, una dosis de optimismo ante el recrudecimiento de las expectativas sobre la profundidad de la crisis económica. Lamentablemente ese miércoles – el primer día de trabajo del nuevo presidente del país más potente del mundo – las bolsas de valores lo recibieron con caídas significativas. Noticias económicas negativas al margen de quien llega con la encomienda de revertir la crisis más profunda desde la gran depresión de 1929.
Salimos del restaurante rumbo al hospital con un poco más de calma, pero sí muy preocupados. Más de treinta minutos en el tránsito de la ciudad de México, sábado cuatro de la tarde. Claro que cuando uno trae prisa (de ésta que sí es justificable) los demás coches vienen muy lento, los conductores ensimismados y los semáforos sin sincronía. Recordé una anécdota sobre empatía que demuestra cómo, en general, somos inconcientes sobre las preocupaciones de los demás. Finalmente llegamos y al anunciar que mi hijo se acababa de descalabrar, la sala de urgencias del hospital se movilizó favorablemente. Unos instantes antes de anunciar mi llegada, una serie de imágenes de burocracia e ineptitud recorrieron mi mente; afortunadamente no fue así. La atención fue rápida y efectiva; sobretodo la placa del cráneo y su respectiva lectura que era lo que más nos preocupaba.
John McCain, ex-candidato del partido republicano, asistió a la toma de posesión. A pesar de que apenas hace un par de meses contendía por la presidencia contra Obama fue a apoyar al nuevo presidente, contibuyendo a mantener una de las reglas más claras de la democracia de Estados Unidos: respeto a las leyes y reconocimiento al ganador. Es inevitable señalar el contraste de nuestra democracia en situaciones similares.
«Te van a tener que coser», le dije a Bruno lo más tranquilo que pude. Pero mi noticia solo alteró más su estado de ánimo … no paraba de llorar. Le describí que primero tendrían que inyectarlo para que no le dolieran las puntadas. Pensaba que al transmitirle cómo sería la operación, podría visualizarla y controlar el miedo. «Es mejor», continué al cabo de un rato cuando ya se había calmado un poco, «Te curas de una vez, en lugar de estar así toda la semana», dije con gran convicción, misma que solo desató lágrimas y un par de gritos: ¡No papá, no quiero!».
Tenía seis años, los mismos que él, cuando me descalabré con un bote de pintura que hacíamos volar varios metros con una catapulta improvisada. Jugaba con quienes muchos años fueron mis vecinos (Alonso y Miguel), mientras mi papá inspeccionaba la construcción de nuestra futura casa. Mientras le contaba la anécdota, le enseñé la cicatriz que ha perdurado en mi cabeza por más de treinta años. Recordé cómo me impresionó ver la sangre recorrer mis dedos y sentirla escurrir por mi frente como agua. También me zambulleron dentro del lavabo y también acabé en el hospital. Lo que no recuerdo fue si me cosieron, pero seguramente así fue por el tamaño de la cicatriz. Nos reímos cuando acabé de contar mi historia y sus ojos me lanzaron un agradecimiento que todavía siento aquí en el vientre.
Vimos otra vez la radiografía y señalando sus dientes y muelas pudimos distraernos, mientras esperábamos al médico cirujano. Llegó y cuanto antes puso sus manos a la obra, mientras Bruno lanzaba un reclamo final entre sollozos: «¡Me quiero quedar así toda la semana!». Tuvimos que distraerlo mientras el médico le introducía varias veces la aguja alrededor de la herida, diciéndole que todavía no le hacía nada. No sintió un solo piquete. Cuando se lo dijimos y al hacerse conciente de que no le había dolido, se tranquilizó. Enfrentó la operación con gran valentía, sin moverse y manteniendo la calma en todo momento. «¿Ahora qué haces?», preguntó varias veces para asegurarse que el procedimiento -que previamente yo le había descrito- no se apartaba del guión. Acabó y lo felicitamos. Acabó. Para él y también para los papás. ¿Quién habrá sufrido más?
Al día siguiente, mientras veíamos el partido de campeonato de la liga nacional, donde los Cardenales de Arizona ganaron merecidamente, Bruno ya corría y trataba de convencer a su abuelita de jugar fútbol; por supuesto con automáticas reprimendas de su mamá: «Solo por hoy». Lo increíble del caso es que la cicatriz ya casi ni se veía; la herida se escondía entre sus cabellos y el olvido en su memoria hacía su trabajo. La anécdota la contó varias veces y me parece que hoy ya no se acuerda de nada. Así es y probablemente el recuerdo le surja solo cuando uno de sus hijos se descalabre: tendrá cuando menos dos anécdotas que contar y tal vez en ese momento empecemos con una tradición familiar.
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