Jueves ordinario: la felicidad

El Cerro de la Silla

“Ya extrañaba esto. La carne asada y el ambiente que se vive”, le decía Aireth a mi esposa, y continuaba: “Solo aquí en Monterrey se siente eso. Los chilangos son buena onda, pero muy especiales. ¿No eres de México verdad?”. Fue en agosto de 2005 y estábamos sentados alrededor de la mesa de jardín de la casa de nuestros nuevos vecinos, Hugo y Suzzete. Esa noche acabamos muy entrada la madrugada. Fue la primera de muchas reuniones inolvidables en Rincón de la Sierra. En Monterrey, al sur de la ciudad, al pie del Cerro de la Silla. 

Desde que llegamos a esa bella ciudad los días fueron mágicos. El intenso calor de verano -conjugado con la humedad- nos hacía sentir de vacaciones todo el tiempo. Abría el quemacocos al salir de la oficina y me aflojaba la corbata. Los viernes, al llegar a la casa, me cambiaba inmediatamente para salir a pasear con la familia. Jeans y camisas de manga corta. Taquitos en restaurantes al aire libre. Los tres y nada más. Nuestro viernes que hemos extendido acá en el DF. 

Aunque los retos y el trabajo profesional fueron intensos, todos los días iba a comer a la casa. Vi cómo cambiaba Bruno en esos meses y pude estar en el presente con mi esposa. Por la calidez de las personas, rápidamente hicimos muchos amigos. Dentro del banco, vecinos y papás de la escuela. Fueron dos años de ensueño y tal vez acabó muy pronto. Apenas estábamos acomodándonos cuando nos regresamos. Nadie nos obligó, pero las oportunidades profesionales tampoco pueden ignorarse.  

Les avisamos poco a poco a nuestros amigos. Fue difícil, pero también emocionante ver que habíamos tocado algunos corazones. El momento más triste fue cuando salimos por última vez de nuestra casa. Empezó a caer una tormenta y con prisa nos despedimos de Humberto y Rita, quienes nos ayudaron muchísimo el día de la mudanza. Bruno no quería subirse a la camioneta. Empezó a llorar. Y así, gritando que no quería irse (“no quiero irme de Monterrey”), nos alejamos por la calle trasera viendo los bambúes de la casa y la barda del jardín. Por esa calle que se llama Camino a la Lágrima. 

Regresamos meses después a vender la casa. Firmar papeles y escaparnos a McCallen. He regresado un par de veces de trabajo. Siempre que llego al aeropuerto tengo esa sensación, la misma que cuando veo el Cerro de la Silla o hablo con mis amigos regios. Es una añoranza a la felicidad que experimentamos allá. No es que seamos infelices aquí en el DF. No, solamente extrañamos esa gran dicha que nos brindó Monterrey. Tal vez algún día regresemos.

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Encuentros recurrentes

Estábamos durmiendo en el cuarto de visitas. Sabía que alguien había irrumpido a la casa. Lo confirmaban mis sentidos alertas y mi corazón acelerado. Me levanté lentamente de la cama. Caminaba hacia un peligro inminente. Sin distinguir nada, sólo escuchaba que alguien subía. Me imaginaba en mi recámara luchando contra el agresor. Perdiendo la batalla -presa de su pericia- y sumergido en una angustia incontrolable.

Y me despertaba. Las dos de la mañana y yo con una pesadilla. Tengo que dormir, pues a las cinco y media suena el despertador. Cerraba los ojos, cuidando respirar profundo y sentir cómo el viento inflaba mis pulmones y mi corazón retomaba el ritmo. Nuevamente una angustia me inundaba. Salía del cuarto de visitas para proteger a Bruno. Pero no estaba. Tal vez se estaba escondiendo, buscando hacer la broma de la mañana. Pero no así. No cuando soy el más vulnerable de los hombres. No. Por favor que esté debajo de las cobijas.

Volvía a dejar el sueño. ¡Qué calor! Es la misma pesadilla de toda la vida. Cuando era niño, en mi recámara, veía cómo alguien estaba brincándose la barda. Y trataba de gritar para llamar a mi papá. Pero no podía. Se me atoraba la desesperación en una mueca. Con un sonido hueco. Volvía a salir del cuarto de visitas y Bruno -en el cuarto de la tele- me decía que había un señor abajo. Agarraba el salero para poder golpearlo con algo y trataba de gritar, pero no podía. Nuevamente -muchos años después- me despertaba con mi sonido hueco, de desesperación atorada en una mueca.

¿Por qué hace tanto calor? No tengo agua. Escucho el silencio. Nada. Ya conozco los ruidos de esta casa. El clóset murmura después de un día de calor. Le responde el techo levemente. Solo yo lo oigo. ¿Qué hago? Ya es tarde. Otra vez me está venciendo el sueño y voy al terrible encuentro con mi mente vulnerada. Me dejo llevar. Estamos durmiendo en el cuarto de visitas. Alguien irrumpió en la casa. Siento miedo como cuando era niño. Quiero gritar y no puedo. Soy el mismo de siempre. Tengo miedo. Esta vez no puedo ir a la cama de mis padres. Me despierto y encuentro la tranquilidad. Está Paty, estamos juntos, dormidos. ¡Qué alivio!

Concilio el sueño. Estoy cansado. Ya no sueño, mis sentidos alertas pierden interés por lo que encontraré más allá. Empieza otra vez. Salgo del cuarto de visitas. Bruno me dice que hay un señor abajo. Aprieto el salero y siento que es pesado. Será suficiente para poder tranquilizarme. Y bajo gritando con un sonido hueco. Esta vez Paty me despierta. Estoy sudando. Respiro profundamente. Me levanto y hago pipi. Son las cinco de la mañana. Regreso y me duermo. Despertamos y me quedó dormido un par de horas más. Descanso finalmente, después de una lucha terrible con este juego controlado por mi subconsciente. Que me gana en ese terreno. Que él domina.

Abro las persianas. Una luz brillante deslumbra los vestigios de la noche. Me baño y me arreglo. Me veo al espejo y noto un color rosado en mis mejillas. El enjuague bucal me refresca y la frescura dulce de mi loción me patea fuera de mi recámara. Abro las persianas del cuarto de la tele. Y entro al cuarto de Bruno. Veo el sitio de donde tomé el salero, pero ya no hay nada. Y empiezo a bajar, pero una terrible mueca empieza a atrapar mi rostro. Trato de gritar pero no puedo. Me regreso a la recámara. Estoy aterrado y grito finalmente. ¡Grito! Me despierto nuevamente. Son las cuatro de la mañana. No va a acabar nunca. Y tengo que despertarme temprano. No tengo tiempo para estos juegos. Tengo juntas. Me duermo otra vez. Vamos de nuevo.

Jueves ordinario: la ilusión

En la mitología griega, Crono fue el líder de la primera generación de Titanes. Derrocó a su padre, Urano, y gobernó durante la época dorada, donde existió abundancia en la agricultura. A pesar de ello, su reinado transcurrió entre el caos y el desorden. 

Crono supo que estaba destinado a ser derrocado por un hijo suyo. Por ello, devoró a sus primeros cuatro hijos: Hestia, Remeter, Hera y Poseidón. Cuando iban a nacer su quinto y sexto hijos fue engañado por su esposa, Rea, quien le dio a tragar un potro y una piedra envuelta en un pañal. 

La profecía se cumplió cuando su sexto hijo liberó a sus hermanos, haciéndolo vomitar uno a uno; matándolo después con un rayo. Este nuevo dios llamado Zeus fue quien -junto con los dioses olímpicos- llevó paz y orden al arrebatar el poder a los malvados y primitivos Titanes

 

En la mitología romana, los dioses equivalentes fueron Saturno (Crono) y Júpiter (Zeus). Con idénticos desenlaces, si bien los romanos fueron más benevolentes con Saturno, quien fue considerado como el dios del tiempo humano: calendarios, estaciones y cosechas. Además se le dedicó el séptimo día de la semana (sábado, saturday), así como el séptimo y más externo objeto celeste visible sin ayuda: el planeta Saturno

Estas leyendas antiguas vienen al caso, pues se ha hecho ya una costumbre que en la empresa donde laboro nombremos los proyectos más importantes con base en la mitología antigua. Así, tenemos a Mercurio, a Júpiter y a Saturno. Unos efectivamente por características de los dioses romanos y otros por características de los planteas. Sin saber (inicialmente) que Saturno fue padre de Júpiter y éste de Mercurio

Hemos identificado que hablar de Mercurio tiene una connotación mayor que si habláramos del modelo de servicios. Y es que los equipos que se forman alrededor de proyectos que inspiran algo que va más allá del día a día, trabajan con más compromiso y dedicación. Con la ilusión de estar contribuyendo a algo que probablemente está haciendo una diferencia. 

Así, el proyecto Saturno ha sido la semilla que ha impulsado una estrategia de mercado más agresiva con un segmento de la economía. Los compañeros que hemos trabajado en este proyecto hemos logrado tal unión que los éxitos de los demás se convierten automáticamente en propios. Increíble, si consideramos que esta generosidad no se ve todos los días en la mayoría de las empresas mexicanas. 

Hace unos meses fui emocionado a comprar un libro de mitología griega para escoger el nombre de Júpiter. Padre de Mercurio y quien lo tuteló y guío para ser el dios del comercio en la mitología romana. En este punto, casi es una obviedad qué tipo de nombre debe recibir un proyecto que busca impulsar la productividad comercial.

Por supuesto, que este sentido metafísico que sugiere un nombre de este estilo, no serviría de nada si el planteamiento conceptual no es bueno o si la ejecución es deficiente. Pero esto último, es una obligación profesional en cualquier empresa que se precie de ser competitiva. El aderezo que puede hacer (y hace) la diferencia radica en la ilusión con que enfrentamos nuestros retos cotidianos.

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Este post está dedicado a los grandes equipos de trabajo con los que he tenido la fortuna de compartir estos proyectos: inventándolos, sufriéndolos y casi siempre obteniendo de ellos la gran satisfacción al ver que se convierten en realidad. Las piedras angulares de estos equipos son Irma, Isaac y Mario.

La época del «Señorito Satisfecho»

«Resumen: el nuevo hecho social que aquí se analiza es éste: la historia europea parece, por vez primera, entregada a la decisión del hombre vulgar como tal. O dicho en voz activa: el hombre vulgar, antes dirigido, ha resuelto gobernar el mundo. Esta resolución de adelantarse al plano social se ha producido en él, automáticamente, apenas llegó a madurar el nuevo tipo de hombre que él representa. Si atendiendo a los efectos de la vida pública se estudia la estructura psicológica de este nuevo tipo de hombre-masa, se encuentra lo siguiente: 1.°, una impresión nativa y radical de que la vida es fácil, sobrada, sin limitaciones trágicas; por tanto, cada individuo medio encuentra en sí una sensación de dominio y triunfo que, 2.°, le invita a afirmarse a sí mismo tal cual es, dar por bueno y completo su haber moral e intelectual. Este contentamiento consigo le lleva a cerrarse para toda instancia exterior, a no escuchar, a no poner en tela de juicio sus opiniones y a no contar con los demás. Su sensación íntima de dominio le incita constantemente a ejercer predominio. Actuará, pues, como si sólo él y sus congéneres existieran en el mundo; por tanto, 3.°, intervendrá en todo imponiendo su vulgar opinión sin miramientos, contemplaciones, trámites ni reservas, es decir, según un régimen de acción directa.»

Este extracto pertenece al capítulo XI de la obra «La rebelión de las masas» publicada por José Ortega y Gasset en 1930.

El mote de «señorito satisfecho» se refiere a la actitud que el hombre medio había tomado ante los beneficios económicos, políticos y sociales de la Europa de la primera parte del siglo XX. Como todo heredero, pensando que merece lo que tiene, sin ni siquiera un cuestionamiento del esfuerzo que tomó a miles de hombres conseguirlo. La civilización, para este hombre-masa, es un estadío natural y como tal no es necesaria contribución alguna para su mantenimiento.

Por ello y por su enorme diferenciación con el bárbaro anterior (el primitivo rebelde y dócil ante instancias superiores como la religión, tabués, tradición social y costumbre) es que Ortega y Gasset emprendió un ataque directo. Denunciando que este hombre-masa busca convertirse en dueño y señor. Tirano en y por su mediocridad.Hoy día, encontramos a esta clase de hombre por todas partes. Al manejar o en el supermercado al cruzarnos en instantes olvidables. Es fácil distinguirlo, pues va ensimismado en sus preocupaciones sin reparar que la civilización le está demandando una contribución. Por pequeña que sea, como respetar el semáforo, o dejar salir a las personas que vienen en el elevador antes de entrar vertiginosamente.

De manera más frecuente, encontramos a este bárbaro moderno en la oficina. Es el compañero de trabajo que cree merecer un puesto más importante. Mejor sueldo y mejores prestaciones. Y también, consideraciones del jefe. Desde permisos menores hasta ocupar lugares de estacionamiento que no le corresponden. Y todo -efectivamente- sin una aportación de valor extraordinaria. Claro que este sujeto considera que su trabajo es impecable: y es que no tiene la virtud de la autocrítica. Una característica común es cuando se compara: enfrenta sus fortalezas contra las debilidades del otro. Es ventajoso aún en ejercicios hipotéticos.

Aparentemente este «señorito satisfecho» será un ser con el que tendremos que aprender a vivir, a menos que logremos llevarlo a un nivel de consciencia superior. Ahí, donde la autocrítica es un hábito común y el esfuerzo intelectual una manera de vivir. Habría que empezar con la lectura y continuar con una cruzada contra la estupidez. Esa que suele alojarse en los espíritus sobrados que consideran que no es necesario esfuerzo alguno para alcanzar la plenitud.

No sobra señalar que debemos empezar por nosotros mismos.

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Nota al margen:

Respecto a este fenómeno, específicamente en el mundo de las ideas, puede encontrarse un nuevo ataque para que este hombre-masa del siglo XXI no se adueñe del mundo de las letras. Aqueos, ha publicado recientemente dos ensayos que nos dan luz al respecto: Creación y serie y Lectura y erudición. En el segundo, puede encontrarse un bello y contundente pasaje:

«Todo verdadero escritor es, antes, un verdadero lector. Un verdadero lector es aquel que predispone su espíritu para la poesía, aquel que pone su alma toda en las líneas que va leyendo, aquel que hace un esfuerzo de poesía.»

Derivado de nuestras conversaciones es que ha surgido la idea de esta reflexión. Dedicada respetuosamente a Aqueos.

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Jueves ordinario: la trascendencia

Sonó la campana. Empezó el cortejo lentamente. Cada quien cerca de su familia nuclear. Por el camino central del cementerio Español. La carroza haciendo rechinar el carrito. Mama Nina ahí. Sus restos. Con sus descendientes acompañándola a este camino fatal. La luz brillante del nuevo día contrastaba con nuestro rito.

Somos ahora, en el presente. Parece obvio, pero lo olvidamos. O lo ignoramos. Tal vez porque queremos engañar a nuestro destino. Construimos nuestra historia, creando esquemas de almacenamiento cada vez más complejos. Discos duros y servidores con capacidades inimaginables hace un lustro. Guardamos nuestra vida. La relatamos. Buscamos permanencia. El pasado para el futuro.Para no cometer los mismos errores. Eso es lo que nos distingue como especie. Que cada nueva generación puede vivir con la experiencia y sabiduría de toda la humanidad. Todos los demás mamíferos aprenden cada día. Su instinto los guía, pero no almacenan recuerdos que propicien su aprendizaje conciente. Nosotros sí. Este es uno de los factores clave del sentido existencial: nos educamos del pasado y contribuimos al futuro. Para poder ser plenos en el presente.

Aún así, nos negamos –y con razón- a ser temporales en lo individual. Somos parte de algo más grande y generoso llamado humanidad, pero nuestro instinto animal nos seduce a querer permanecer de manera individual por siempre. Y es correcto. Lo resolvemos de diferentes maneras según la cultura y casi siempre coincidimos en la eternidad. Que existe sin duda. Aunque –al ser atemporal- sucede en dimensiones que traspasan la linealidad cronológica.

Uno de los puntos angulares de la trascendencia es precisamente este deseo por extender la vida más allá de nuestra mera existencia. Biológicamente lo conseguimos a través de nuestros hijos, equivalente a cualquier especie que se reproduce. La característica diferenciadora es nuestra inteligencia, que incluye la conciencia intertemporal de nuestra existencia. Individualmente y como especie. Y la aspiración de trascendencia se concreta no solo como derecho, sino como obligación.

La trascendencia en este sentido sí depende de nosotros directamente, pues nuestras ideas y acciones influyen necesariamente en el presente y dirigen el futuro. Trascendemos aún sin quererlo. Pareciera en este punto que la discusión cada vez más se centra en el tipo de trascendencia que estamos buscando como especie. El calentamiento global y nuestra responsabilidad es un buen ejemplo.

La trascendencia individual, sin embargo, es otro tema. Menos evidente. Abstracto y existencial. Da miedo cuando se piensa y nos perseguirá siempre (con terror incluso) si es que no lo estamos resolviendo como seres de libertad. Los caminos son infinitos, aunque pueden clasificarse en dos:
1. Por la divinidad, donde un ser superior es el responsable primero (y último). Se conoce como filosofía revelada. Pues se revela la Verdad.
2. Por la humanidad, donde nosotros debemos resolver el enigma. Sin ayuda divina. Se conoce como filosofía natural. Busca la verdad. Y descubre verdades concretas (como Descartes ha demostrado).

Pueden combinarse. Incluso algunos afirman que deben complementarse. Y es natural, pues -al final del día- estamos hablando de nuestra muerte. Que no acaba cuando dejamos de existir. Trascendemos necesariamente. Por ello, es indispensable definir cómo queremos hacerlo.